Sobre un filósofo y una apuesta

DOKTOR PSEUDONIMUS

SANTIAGO CIUDAD

03 oct 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Releo Los filósofos de Hitler, un libro de Yvonne Sherratt editado por Cátedra en 2014. Y en el baúl de la memoria se me arma una zarabanda de recuerdos y emociones que voy a intentar disciplinar. Porque el primer puesto de esa lista era, claro está, para Martín Heidegger. Pero en el segundo aparece Carl Schmitt. Un personaje al que conocí y traté personalmente y al que, aunque ustedes no lo crean, le gané una apuesta. Schmitt había sido catedrático en la UniverSIdad de Bonn y en la de Berlín. Su Teología política había sido utilizada como legitimadora del sistema nazi. En 1945 con la caída del nazismo fue privado de su cátedra y arrestado aunque pronto fue absuelto y se retiró a la vida privada. Schmitt tenía una hija que se llamaba Anima. Anima se casó con Alfonso Otero, catedrático de Historia del Derecho. Se vino a vivir a Compostela y fue amiga de Helena, mi mujer. En una ocasión Anima me presentó a su padre. Yo era entonces un pipiolo, pero, por razones que desconozco, le caí muy bien. Schmitt pidió a Anima que me invitase a algunas reuniones posteriores. Exprimo la memoria y voy a contarles dos historias.

La primera se refiere a un cumpleaños. Estando en Santiago, Schmitt cumplió setenta años. Para celebrarlo, Alfonso Otero organizó una merienda-cena en una casa de campo que tenía en Calo. Schmitt comió y bebió con la generosidad que le era habitual. En sus memorias Jünger le achaca incluso algunas borracheras. Se le veía eufórico y feliz. Tanto que yo me atreví a preguntarle por qué cumplir setenta años le producía esa felicidad. Se puso serio y me contestó: “ porque no quiero que el gordo de Erhard pueda bailar sobre mi tumba”. Y para los más jóvenes aclararé que Ludwig Erhard fue ministro de economía y después canciller de la República Federal Alemana.

La segunda historia se refiere a unas elecciones generales en EEUU. Los candidatos eran: Nixon que ya era presidente y un joven John Kennedy. Yo era un entusiasta Kennediano, pero Schmitt me decía que ganaría Nixon. Tan irreductible era Schmitt que tuve que recurrir a una apuesta. Treinta botellas de vino del Rin contra treinta de Ribeiro. Gané la apuesta, pero no quise cobrarla. Carl Schmitt me invitó a cenar en el recién inaugurado Relais del Hostal de los Reyes Católicos. En eso salí ganando: poder disfrutar durante dos horas de su conversación.

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