Richard García: «Aún choca lo de venir al Don Quijote a tomar solo un vino y la tapa»

Olalla Sánchez Pintos
Olalla Sánchez SANTIAGO

SANTIAGO CIUDAD

XOAN A. SOLER

El sumiller del emblemático restaurante de la rúa Galeras, finalista del concurso Nariz de Oro, repasa su intensa vida. «Nací en Australia y me siento de allí pero regresé a Galicia por mi familia», reconoce

14 jul 2020 . Actualizado a las 09:09 h.

No suele tener tiempo libre. Por eso, ahora, en este impasse en el que la hostelería aún coge ritmo, conversamos con una de las tres caras conocidas del Don Quijote, el emblemático restaurante de la rúa Galeras que suma 41 años de historia e infinitos recuerdos de la emigración. Ricardo García, en su pasaporte español, o Richard García, en el australiano (así se le conoce), es el actual sumiller que conducirá el negocio cuando su padre, fundador y su referente, se jubile. «Trataré de estar a la altura a base de trabajo», apunta el entretenido hostelero, de 45 años, mientras conversa animadamente sobre vinos, ciclismo -«estuve federado de joven con el equipo Muebles Compostela»-, o su Australia natal, de donde su familia regresó cuando él tenía tres años.

«A Sídney volví pasados los 30, cuando necesitaba un cambio, una aventura», destaca al repasar una juventud en la que encadenaba estudios mientras ayudaba en el restaurante familiar. «Pisé todas las universidades, la pública, la UNED y, ya en Madrid, una privada, donde me licencié en Ingeniería Informática», aclara sobre un campo en el que nunca ejerció. En el intervalo que estuvo en Australia siguió ligado a la hostelería en el local que, con su nombre, había inspirado a su padre muchos años atrás. «Cuando estaba emigrado allí trabajaba con un establecimiento que se llamaba Don Quijote, fundado por un manchego. Al regresar a Santiago, llamó a su restaurante igual al ver lo bien que sonaba en todo el mundo. Fue una decisión de márketing», explica convencido de la elección. «Allí pasé dos años muy buenos. Me encanta el pragmatismo de esa gente, su estilo de vida», confiesa este santiagués que reconoce sentirse australiano. «Regresé a Galicia por mi familia», admite mientras mira a su mujer.

Ya de vuelta, en el 2008, se metió de lleno en el negocio hostelero, al mando de cuyos fogones siempre estuvo su madre. «Quería ayudarles. Además aquí disfruto, sobre todo con el tema de los vinos, mi gran pasión», subraya este «autodidacta». «Me formo hablando con la gente, leyendo libros y yendo a concursos a los que ahora ya no me apunto porque tengo un niño de 11 años», puntualiza sin pesar quien llegó a ser dos veces seguidas finalista del prestigioso concurso Nariz de Oro, donde se escogía a los mejores sumilleres nacionales. «Hay una parte innata. Yo sabía que mi nariz funcionaba bien. Los olores siempre me atrajeron. Luego hay que entrenar mucho, probar vinos nuevos y memorizarlos. No hay más», apunta restándose méritos y sin olvidar el caldo que no supo acertar. «Fue un griego, un resinado», aclara. Si se le pregunta por un vino, no duda. «Aalto, un Ribera del Duero del que llegué a guardar una botella de diez añadas seguidas para probarlas todas juntas en una cata. Al final las vendí antes», añade divertido. Ya sobre el restaurante, donde constata que «cada vez se bebe menos vino, pero de una calidad mejor», aclara que «el 90 % de los clientes se dejan aconsejar».

Sentados en una mesa, hablamos de cocina y de la clave del local (que se mantiene ajeno a las redes sociales) para perdurar. El Don Quijote incluso se repuso al hándicap del cierre del viejo hospital Xeral, con el que compartía calle. El hostelero, que admite que hace años «el 80 % de nuestros clientes venían de allí», pone el foco en el trato familiar y en platos ya icónicos, como el cochinillo. «Si no tienes un producto de calidad es difícil mantenerse», remarca. También desliza lo decisivo que fue abrirse a grupos turísticos, como el japonés, país que le puede granjear mil comensales al mes. «Siempre dicen que todo está bien pero está claro que lo que más les gusta es el caldo gallego», apunta con una sonrisa.

El sumiller cita con agrado un aspecto llamativo en un negocio asequible pero de cierto nivel. «Aún puede chocar lo de que se venga aquí a tomar solo un vino y la tapa pero sucede así desde hace años. Antes teníamos mucha clientela estudiantil», enfatiza. «Diariamente ponemos patatas fritas, que hacemos nosotros, y ensaladilla. Todo el mundo nos pregunta, supongo que porque será una buena mezcla, ¿no?», comparte riendo.

«Lo que más me gusta es que gente que lleva viniendo 25 años, repita. Eso quiere decir que no lo hacemos mal», concluye con ilusión.