La leyenda dice que bajo la escalinata hay un túnel que une la catedral y el convento. ¿Existe realmente?

Tamara Montero
Xoán A. Soler

Todavía se escucha a veces entre los grupos de turistas que por un momento adoptan esa costumbre tan compostelana de sentarse en las escalinatas de la plaza da Quintana para sacudirse la humedad y beberse algo de sol, que aquí, a veces, se vuelve un poco esquivo. La leyenda, oxigenada a través de bellos respiraderos, dice que bajo los peldaños que conducen a la Puerta Santa hay un túnel, un pasadizo en el que los religiosos de la catedral y las monjas de clausura mantenían encuentros furtivos. Pero ay, la memoria colectiva se empeña en guardar recuerdos que nunca han existido. Sí, hay un espacio bajo las escaleras, pero no hay tal túnel. Se queda a unos diez metros del muro del convento. Entonces, ¿qué hay en realidad debajo de esta plaza que une a muertos y vivos?

Bajo la piedra se esconde otra Compostela. Una ciudad imaginada a través de la historia, el negativo de lo que Santiago no fue, a pesar de que pudo haber sido. Otra catedral que empezó a construirse, pero que al final quedó enterrada en la sima de las luchas entre el poder civil y el religioso y que acabó sepultando una gran reforma gótica bajo un espeso olvido.

La historia de Santiago se puede resumir así: construir sobre lo construido. Así que cuando Manuel Chamoso Lamas excavó en los 60 en la zona de la plaza, se encontró con que la gran operación urbanística que creó la actual Quintana había conservado un Santiago del siglo XIII que al final nunca había sido: los restos de una cabecera gótica que nunca acabó de construirse y la cimentación de las construcciones del anterior monasterio de San Paio. Aquello, aquellos pilares de un Santiago inacabado, tenían que ver la luz, tener su sitio. Y por eso, se le encargó al arquitecto Pons-Sorolla un espacio visitable al que se accedía desde la catedral y que incluía la ejecución de una estructura de hormigón armado para asentar la gran escalinata. Se fraguaba el hormigón y con él, la leyenda de un túnel escondido.

 

XOAN A. SOLER

En el hueco hoy todavía se conservan el inicio de las columnas de aquellas cuatro capillas que el arzobispo Juan Arias comenzó a levantar en 1258 siguiendo la moda constructiva con la que se había encontrado en León, Burgos y Toledo. Los trabajos fueron financiados por una burguesía pujante que reclamaba por entonces su cuota de poder y un lugar prominente en el espacio público. Compraron el derecho a ser enterrados entre los muros catedralicios en unos años en los que en el mismo terreno se mezclaban un cementerio con usos civiles e incluso puestos de mercado. Quintana de Mortos y la Quintana de Vivos.

 El negativo de la plaza

Para poder construir semejante estructura, el arzobispo tuvo que negociar no solo con la burguesía, sino con los monjes de Antealtares. Firmó una segunda concordia, según la que las dependencias monacales y la iglesia se trasladaban a un área más alejada para así liberar el terreno necesario para la construcción de una nueva cabecera rematada por un nuevo deambulatorio y cinco capillas absidales. Solo llegó a iniciarse la construcción de dos de ellas. Las que todavía se conservan hoy bajo la escalinata de la Quintana.

Así que de llegar a terminarse un proyecto que quedó frustrado en 1266, año en que el arzobispo murió y los trabajos se abandonaron por que no había dinero y el gótico se enterró en una Compostela que resurgiría barroca, hoy no habría Quintana. Quizá nunca llegaría a levantarse la escalinata ni el enorme lienzo de Peña de Toro y Domingo de Andrade que en el siglo XVII conformó una de las imágenes más icónicas de la tradición jacobea que se repetirá el próximo año: la de los peregrinos atravesando la Puerta Santa para obtener la indulgencia plenaria bajo el abrigo de la Berenguela.