Antonio Navarro: «La tarta de Santiago es como el Apóstol, conocida en todo el mundo»

Patricia Calveiro Iglesias
P. Calveiro SANTIAGO / LA VOZ

SANTIAGO CIUDAD

SANDRA ALONSO

Probaron sus postres desde Boris Izaguirre hasta Jesús Vázquez o José Coronado

25 feb 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Se presenta pidiendo perdón, sacándose méritos, aunque su boina esconde galones. «Yo no valgo para hablar. Empecé la escuela cuando comencé a trabajar», se disculpa Antonio Navarro. Un hombre humilde, trabajador incansable. Lleva cerca de medio siglo en Santiago, pero todavía no ha perdido su acento. Se crio en un pueblo de montaña, no muy lejos de Málaga, en Casabermeja. Con 13 años su familia se fue a vivir a la capital de provincia y, al poco tiempo, «por casualidad, empecé como pastelero, porque tenía un amigo que trabajaba en esto», cuenta. Desde entonces, se ha dedicado a endulzar la vida de los demás y, «si volviera a nacer, volvería a dedicarme al mismo oficio», dice con los ojos brillantes como los de un niño.

Antonio llegó a Galicia en 1969 por amor. Vino detrás de una compostelana a la que conoció en su tierra, Pilar Manteiga, hoy madre de sus cuatro hijos, compañera de alegrías y de fatigas. Preguntando en Las Colonias si necesitaban personal, le salió un puesto de trabajo. Un lustro después, montaría su propio despacho en San Pedro (Confitería La Rúa) junto a un socio, con el que llegó a dirigir media docena de pastelerías en la ciudad, entre ellas en la que trabajó en la Rúa das Orfas, Suevia (Xeneral Pardiñas), La Estrella (plaza de Vigo), La Estrella 2 (Romero Donallo) y la Confitería San Roque.

Esta última echó andar en 1984 en el bajo de su casa, emplazada en el número 29 de la calle que da nombre al establecimiento, aunque luego la trasladarían al local de al lado, en el 27. Cuando se separó la sociedad, el malagueño se quedó con esta confitería y con Las Colonias, la más antigua de la ciudad, fundada en 1888.

«Ahora ya no quedan pastelerías como las de antes. Se cuentan con los dedos de una mano. El oficio se está perdiendo porque los clientes ya no aprecian el producto artesanal, que lleva tiempo hacerlo y tiene un precio», subraya Antonio, quien dejó en manos de tres hijos y un yerno las riendas del negocio. Lo hizo tras sufrir un infarto. «Hasta entonces, jamás había ido al médico». Tan ocupado estaba trabajando, que «nunca he ido a la playa con mis hijos. Solo se cerraba el 27 de abril, día de la patrona de los pasteleros, Nuestra Señora de Montserrat, y el 25 de diciembre; pero aún así, siempre había encargos y cosas pendientes».

Tiempos mejores

El repostero recuerda el edificio Castromil. «Paraban todos los buses en la plaza de Galicia y había mucho movimiento todos los días. Las Colonias funcionaba a tope, como todos los comercios de la zona. Ahora no pasa nadie por ahí. Nunca pensé que iba a ver locales vacíos en el casco histórico, pero paseas por las calles y cada vez hay más cerrados. Ya no tiene esa alegría que había antes los sábados y domingos por la tarde, cuando se llenaba eso de niños y padres», comenta.

«Yo no me puedo quejar, me ha ido bien, aunque este es un trabajo muy sacrificado», añade Antonio. El andaluz aprecia la parte creativa del oficio. Él inventó la tarta de San Roque, con su mezcla de avellanas tostadas y nata para crear el sabroso praliné que la cubre. Sus tartas viajaron a distintas partes del mundo y por su negocio pasaron desde Boris Izaguirre -probó la tarta de queso cocida, recuerda con la ayuda de su esposa- hasta Jesús Vázquez o José Coronado y Álex González.

«La tarta de Santiago es como el Apóstol, todo el mundo la conoce», y uno de los hits de las pastelerías de la ciudad. «Quien viene de fuera, la pide», constata. «Pero hay algunas que de Santiago ya solo tienen la cruz. La receta original tiene un 50 % de almendra, como mínimo, y la de un kilo no puede bajar de los 15 euros, pero se vende por ahí por 6... ¡A saber qué llevarán!», se pregunta el repostero jubilado, quien se confiesa un amante del dulce. «Cada vez que voy por ahí, no me vuelvo sin probar y comer los pasteles típicos del lugar», comenta mientras invita a pecar con las filloas y bica de la confitería.

«Si Santiago se hubiese cuidado, habría sido una gran ciudad»

Lo que más sorprendió a Antonio Navarro al llegar a Galicia fueron los hórreos. «Eran demasiado pequeños para que alguien viviese allí...», comenta entre risas. También las iglesias centenarias de piedra, como la de A Baña, en la que se casó. «Viniendo de un pueblo comunista, yo no había visto nada igual», apunta. El cambio de clima no fue algo que sufriera especialmente el repostero. El calor del horno recortaba la distancia térmica con su Málaga natal. «Lo que más me chocó fue la forma de vida. La de allí no se parece en nada: trabajan para vivir, no se vive para trabajar como aquí», indica, al tiempo que confiesa haberse galleguizado en eso.

A pocos metros de Santa Clara, su hogar y negocio prosperaron en la que era uno de los accesos principales a la ciudad. Cuando abrió la Confitería San Roque, había solo media docena de negocios en esa calle. Fue entonces, en los 80, cuando un comercial catalán le propuso por primera vez vender baguete congelada. «Era un pan crujiente, muy bueno, pero nadie pensaba que iba a funcionar aquí. Hoy el 50 % del que se vende es congelado, por su precio y la comodidad. El pan antiguo requiere reposo, buenos ingredientes, horno de leña... y ya no se valora la calidad», dice Antonio.

Para él, lo mejor de Compostela es la gente. Tras muchos años de cara al público, destaca su honradez. Lo que cambiaría, es «cuidar más la zona vieja: la iluminación, la limpieza... y buscar una fórmula cómoda para aparcar. Hacer una reforma en el casco monumental sigue siendo un problema. Si Santiago se hubiese cuidado, habría sido una gran ciudad. Lo poco que ha crecido, por Conxo, San Lázaro, Vista Alegre... han sido añadidos de mala forma». Navarro cree que los alcaldes de Ames y Teo tienen mucho que agradecer a este desorden urbanístico.