«In memoriam» del profesor José García Oro

Justo Carnicero Méndez-Aguirre

SANTIAGO CIUDAD

15 ene 2019 . Actualizado a las 22:22 h.

El pasado día 10 de enero fallecía el profesor y franciscano José García Oro. Un magisterio perenne y sus trayectorias, tanto literaria como investigadora, brillan en su persona con luz propia. Sus tres doctorados, dos en Roma (con Lucien Ceyssen y M. Batllori, S. I.), y Valladolid (Rumeu de Armas), son prueba de sus grandes dotes intelectuales.

Fue un gran conocedor de los archivos y bibliotecas, en especial de la Biblioteca y Archivo Vaticanos, Archivo de la Corona de Aragón, Histórico Nacional, Biblioteca de la Academia de la Historia, o Archivo de Simancas. Viví, en primera persona, cómo lo llamaban desde este último, preguntando dónde podría haber datos sobre un tema. Tras consultar sus libretas, en un día o dos recibían la respuesta esperada. Sus archivadores guardan miles de fotocopias de documentos gallegos, que se custodian en Simancas, «paciencia franciscana y sabiduría de maestro». Ir a los documentos, para escribir la verdadera historia.

Hay que pensar que, desde 1961 a 2001, fueron muchos veranos en solar pucelano, consultando legajos. En la Facultad empezó con sus clases en 1962, y hasta su jubilación en el 2001 continuó con ese estilo personal laborioso, alegre y sencillo, que aplicó tanto a la docencia como a sus investigaciones.

En cuanto a la trayectoria de las publicaciones del padre Oro (otro gran pilar de su vida), comienzan en 1954 y le dieron de fruto más de 131 artículos en revistas científicas, más de 73 libros, dirección de 6 tesis doctorales, asistencias a congresos internacionales, y participación en obras de referencia como el Proyecto Flórez, el Lexicon des Mittelalters-München, el Diccionario de Historia Eclesiástica de España, o la Historia de la Iglesia en España (BAC), entre otras. Un currículo al alcance de muy pocos y que hace de él uno de los más grandes profesores que impartió clases en la Facultad de Historia compostelana. Esa metodología de trabajo, escribir y explicar con sencillez y con rigor, y apoyado siempre en las fuentes, era única.

Pero hay otra faceta que conviene no olvidar al recordar a este lalinense de Goiás, que es su lado humano. Ante todo sacerdote franciscano, llevó el archivo y biblioteca de esta comunidad, y celebró las exequias de compañeros de claustro y amigos. Oficiaba además, a diario, en las Mercedarias y en el Policlínico de la Rosaleda (donde llevaba la comunión a los enfermos). Y un último bosquejo: contó con la amistad de muchos colegas con los que coincidió en la Facultad: M. C. Díaz y Díaz, Serafín Moralejo y su saga, Eiras Roel y Lucas Álvarez, el padre López-Calo, junto con los fieles ayudantes que tuvo, la llorada María José Portela y Miguel Romaní. Amigos suyos fueron los profesores Antonio García, Tellechea Idígoras, Quintín Aldea, Vicens Vives, J. Martín Abad, L. Suárez Fernández, Tomás Marín, Otero Pedrayo, Filgueira Valverde, A. Odriozola y Antón Fraguas... entre otros.

En Santiago era persona muy querida y admirada por su sencillez, sonrisa y sabiduría. Como me dijo un amigo, cuando me dio la triste noticia: «O pai Oro entrou onte no Ceo, pola porta máis grande que alí teñen».