La vida de un castaño

José Antonio Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

SANTIAGO CIUDAD

24 dic 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Cada invierno se me renueva un problema casi ético en relación con la tala de un castaño centenario en la huerta de mi casa familiar. Seguro que algunos lectores recuerdan el desasosiego con que hablé ya de este asunto en algún artículo anterior. Se trata de un problema que afecta por un lado a la ecología y, por otro, a mi propia biografía, pues el árbol ya era un ser adulto cuando yo era niño. Hoy, la experiencia, los vientos y la fortaleza de sus raíces lo han convertido en un castaño noble y armónico como las catedrales románicas. Cada otoño acude puntualmente con sus castañas, sanas y sabrosas como pocas. Lo malo es que su enorme volumen amenaza muy seriamente al tejado de la parte norte de la casa, expuesta a que un viento huracanado la sepulte bajo la gran envergadura del árbol. Este año, cuando, armado de valor, había decidido ya talar el castaño, tuve que frenar en seco mi ímpetu, pues al tratar de establecer las condiciones económicas con el maderero encargado del trabajo, me entero de que no solo no pagan un euro por él, sino que tengo yo que abonarle el trabajo de cortarlo y llevarlo. Las razones que me da son vagas, imprecisas, casi insultantes: que si hoy no se hacen ya muebles de castaño porque se compran de chapa de esta madera y son mucho más manejables y baratos; que tampoco sirve para leña: arde peor que el pino o el roble, y da menos calor…

Pasaron ya días y aún no salí de mi asombro. Sabía que la madera, en general, se ha depreciado mucho, pero no hasta este punto que roza el insulto. ¡Cómo han cambiado los tiempos, en este aspecto para mal! Contaba mi abuelo que su padre le hablaba de un souto que tuvo la familia en el monte cercano al pueblo, que reunía más de quinientos castaños, lo que suponía una riqueza evidente para la casa. El historiador y canónigo santiagués Antonio López Ferreiro escribió que toda la madera del piso del Seminario Conciliar de San Martín Pinario había venido de este souto de Xiar, propiedad de nuestra casa en aquel momento. Repartido en sucesivas herencias, hoy se ha convertido en un conjunto de fincas anónimas, agobiadas por eucaliptos vulgares.

Ese souto, que era el orgullo de mis antepasados, hoy sería una carga económica para sus propietarios. Un sinsentido y una falta de respeto a las cosas nobles. ¿Qué pensaría hoy de todo esto el señor Ramón, un vecino del pueblo, del que mi abuelo contaba una anécdota muy graciosa. Resulta que, estando ya encamado y muy enfermo, sus familiares llamaron al notario para que recogiera su testamento. Este acudió con su primer oficial, pluma en ristre, una horas antes que el cura, que eran los dos visitantes de última hora. El tal Ramón fue disponiendo el reparto de los bienes entre sus hijos, de lo cual el escribiente iba tomando nota. «Y ahora fíjese bien, señor notario, que voy a repartir el mejor agro de pinos que hay en todo el Ayuntamiento: un tercio para mi hija Mercedes; otro tercio para mi hijo Miguel; otro tercio para mi hijo Antonio; otro tercio para…» Y en este punto, el notario, que de sorna andaba bien surtido, le dice al enfermo: «¿E non serán moitos tercios, señor Ramón?» Y este, que en cuanto a retranca tampoco era manco, le retrucó: «¡Mire, señor notario, que é moito agro de Dios…!» Eran tiempos en que los árboles y el monte merecían un respeto porque tenían valor. Hoy la vida de un generoso castaño no vale nada.