La puerta con forma de puente

DENÍS E. F.

SANTIAGO CIUDAD

DENÍS E. F.

Pontepedriña es barrio, entrada y salida, siempre accesible, multicultural y longevo, vital

25 sep 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Uno de los elementos inequívocos que caracterizan a los barrios es su capacidad de asimilación ante lo nuevo. Con mayor o menor acierto, las afueras crecen y crecen ante la demanda inmobiliaria y ciudadana de nuevas viviendas, centros de día, áreas comerciales, etc., lo que las convierte en los verdaderos estandartes de cambio y progreso de cada población. Sugerir que los barrios son emplazamientos de segunda es una ofensa con la que algunos se ocultan. La realidad supera a la mentira, auspiciada bajo una palabra que lucha por prevalecer sin violencia.

Pontepedriña es barrio, entrada y salida, siempre accesible, multicultural y longevo, vital. Su crecimiento paulatino e ininterrumpido causa asombro, a lo largo de los últimos años no han sido pocas las intervenciones urbanísticas, en su mayoría viviendas, que han creado un entramado de calles alrededor de las casas primigenias. Su corazón es verde, coronado por el parque Eugenio Granell y el río Sar, un oasis acordonado por bloques, las vías del tren, la carretera, el instituto y la residencia de mayores, que da carácter y sosiego a sus vecinos. Por el momento las diferencias urbanísticas son manifiestas en algunas de las calles originales, en contrapunto con las recién acometidas, por lo que es de esperar un trato equiparable y racional hacia los vecinos de toda la vida y los recién llegados.

El centenar de viviendas popularmente conocidas como Vuelva Mañana, construidas en 1955, durante la dictadura, han logrado adaptarse dignamente a los nuevos conceptos de desarrollo urbano. Hace algún tiempo fueron restauradas y se anuncia un nuevo proceso de rehabilitación. Son el ejemplo idóneo que hilvana una reflexión: replanteémonos nuestro entorno para lograr una mejor convivencia entre todos los vecinos de este pequeño hormiguero.

Las necesidades que fundamentan la existencia de las ciudades y de sus habitantes son recíprocas. Ambos actúan de motor, se transforman, regeneran y adecúan para metabolizar los cambios y, sobre todo, interpretan los ritmos generados de forma concreta.

La idea de la urbe como ser vivo se emplea desde hace mucho, porque nada puede eludir la muerte temporal salvo las ruinas, en continuo perecer. Concebidas, desarrolladas y olvidadas, forman parte de lo habitado como memoria, aunque su momento de esplendor sufre una pausa gobernada por el tiempo.

Cuando el carácter relega a la razón, el individuo afronta sus decisiones de múltiples modos. Al igual que la energía atómica, su potencial resulta abrumador, pero su mala gestión destruye, contamina y genera residuos peligrosos casi imperecederos. Si el fin de toda obra es lo que manda, la idea se ahoga entre paredes ceñidas. Desvirtuar las intenciones en favor de supuestos beneficios abre aún más la boca del pozo, convirtiéndose en trampa ajena, censurando la libertad.