«Ahora la gente quiere pulseritas»

Juan María Capeáns Garrido
Juan capeáns SANTIAGO / LA VOZ

SANTIAGO CIUDAD

C. VILLAVERDE

Ella y sus compañeras son un elemento imprescindible del Obradoiro y A Quintana

04 sep 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

El despacho de Marlene de Francisco tiene las mejores vistas imaginables. Unos días le toca ver de frente el minimalismo pétreo de San Paio; otros, se cobija bajo la sapiencia de San Xerome, cuando no le toca dar los buenos días a los políticos y funcionarios de Raxoi o a los clientes del Hostal. Es una de las vendedoras de recuerdos más veteranas de las ocho que se turnan «arriba y abajo», en referencia a las plazas de A Quintana y el Obradoiro. En cada una tienen cuatro rincones asignados. «De los que más me gustan es el segundo». Se refiere al turno del enclave bajo el Rectorado, paso obligado para los turistas que se dirigen al Franco, aunque tanto ella como sus compañeras han detectado que desde el año pasado las ventas son mejores «arriba», cuestión que achacan a las nuevas dinámicas de accesibilidad del templo, que mantienen cerrada la puerta del Obradoiro.

Cada esquina tiene su anécdota. A Marlene se le amontonan en la memoria, pero recuerda el día que un matrimonio mexicano alojado en el parador le quiso comprar cuatrocientas campanitas que quería utilizar como obsequio en una primera comunión. Las consiguió reunir y enviar a tiempo. Fue la mayor compra que tuvo que atender, porque el día a día es a poquitos. Un bastón, por allí, un apóstol por allá... «ahora la gente quiere pulseritas», sostiene al tiempo que lamenta lo caro que está el metal. Su recuerdo favorito es el botafumeiros. Le llenan el bolsillo -cuestan hasta 20 euros- y el ojo, como «símbolo» exclusivo de Santiago que es.

Con el resto de productos que tiene a la venta habla con más o menos pasión, pero todos dan la lata a la hora de montar y desmontar, que es «el mayor trabajo de todos los días». Arrancan a las ocho y media de la mañana y a las siete de la tarde empiezan a replegarse. «Recuerdo que el periodista Pepe Alvite, al empezar la temporada, siempre escribía en su artículo que con nosotras llegaba la alegría de la plaza». La temporada, como los tiempos, ha cambiado. Antes se centraban más en el verano, pero ahora arrancan en Semana Santa y tiran seguido hasta el Pilar, y si viene bueno en la Inmaculada, también. Son siete meses en los que se mueve mucha mercancía, pero Marlene enseguida rebaja el chollo a categoría de negocio aseado: «Son muchos meses sin trabajar, tenemos que pagar la licencia, autónomos, el seguro, el señor que nos trae y lleva el material que guarda en un local alquilado, los impuestos...». Cuando termina de relatar las obligaciones, admite que ella, con 73 años, no tiene necesidad económica de estar allí. En casa entra lo suficiente y sus cinco hijos están bien educados y posicionados. A veces le echan una mano para que pueda desentenderse un rato, pero tienen su vida bien orientada y mucho se teme que, esta vez, no habrá relevo familiar.

Tercera generación

Guarda una foto que es una pequeña joya. Calcula que es de mediados de los años 50, y ella aparece risueña en una esquina. Es una niña encantada de posar con todas las vendedoras de aquella época, cuando se repartían diez puestos «porque dos se ponían en la Alameda, de donde salían las peregrinaciones». Va desgranando la imagen en blanco y negro. «Esta es Victoria, que es de las veteranas, pero ahora viene la hija. Este era mi hermano. Y esta es Socorro, la hermana de Américo, el guía. Y esta es tía de Rita, la que trabaja de fotógrafa aquí al lado. Y esta es Lola, la Morena, que era muy guapa, que se murió hace unos meses». Una radiografía emocionada del Santiago de hace medio siglo. Ella aparece feliz junto a unas mujeres que entonces llevaban cajas portátiles que ella pronto quiso colgarse, como su abuela. Hizo un alto en las ventas para educar a sus pequeños, pero ahora lleva un par de décadas sin interrupciones observando cómo cambia el ecosistema. Nunca pensó que acabaría vendiendo pulpos, que es lo que piden los niños. Ahora empiezan el colegio y volverán los clientes de siempre buscando lo de siempre: botafumeiros, vieiras y rosarios.

Nombre. Marlene de Francisco (Santiago, 1943).

Profesión. Vendedora de recuerdos.

Rincón elegido. «Me crie en las piedras». Le vale el Obradoiro, A Quintana o el «cementerio» de Bonaval, junto al que vive.

«A los niños siempre les digo que las gaitas de juguete suenan mejor en el coche»

El redactor se permite un reproche. ¿No será suficiente con el gaiteiro del arco de palacio? Las reproducciones de juguete siguen siendo un imán para los niños. Y tan pronto hace la entrega, suenan los primeros pitidos. Marlene de Francisco siempre le recomienda a los pequeños que la toquen en el coche de vuelta a casa, lo que arranca la sonrisa culpable de los padres.

Lo que es impagable, y no es un decir, sino que debería remunerarse, es la labor de guías que ejercen estas mujeres desde que montan hasta que se van para casa. Empiezan a llegar los turistas y los peregrinos por la mañana y es un goteo constante de preguntas, a veces incluso con cierta impertinencia: que si los servicios públicos, que si la oficina para sellar la credencial, que dónde está Correos... «A veces cuesta responder bien porque estás atendiendo a gente y ya no sabes ni el dinero que te dan», dice con cierto gesto de cansancio.

Desde los diferentes puestos, el que le toque por turno, ha tenido una curiosa perspectiva política de la ciudad. La de ver llegar a los alcaldes cada mañana: «Estévez era salado, y también me gusta Agustín Hernández. No es de mucha cháchara, pero siempre da los buenos días, y llega muy pronto al Concello».

Toca la hora de decidir el rincón favorito de la ciudad, y el corazón se le parte en tres. «El Obradoiro está bien, claro, pero A Quintana cuando está tranquila y no hay tenderetadas y conciertos es una maravilla...». Y es entonces cuando pide bula para un tercer enclave que lleva muy adentro: Bonaval. Siempre vivió junto al «cementerio», porque para ella el parque reformado por Siza sigue siendo lo que fue en su infancia. Y lo sabe bien porque su abuelo era el enterrador.