La explosión del estanquillo de la pólvora dejó once bajas hace 210 años
22 sep 2013 . Actualizado a las 07:00 h.No tenía pensado acabar este domingo embadurnado en sangre. Pero una carambola del destino y la curiosidad removida por mi colaborador Xaime Mariño me han hecho programar la Vespa del tiempo a una distancia jamás viajada en semejante artefacto: al 16 de octubre de 1803, una fecha terrible para la historia de la ciudad sobre la que cada vez pesa más la losa del olvido.
-Dos siglos para atrás es mucho rebobinar. ¡Y en moto!
-Malo será que acabemos estampados contra el convento de las mercedarias. De habernos matado allí en el siglo XIX contarían algo las crónicas. Y no dicen nada ¿no? Pues agárrate, que vas a flipar.
Lo de viajar en el tiempo desde una explanada de Conxo tiene sus ventajas, por cuanto la zona no sufrió una gran transformación hasta bien entrada la época moderna y eso permite evitar obstáculos en la recta que necesita el condensador para funcionar; si acaso, hay que esquivar a alguna vaca, pero me estoy acostumbrando al pilotaje extremo.
Esta vez, el aterrizaje en 1803 viene acompañado de un fogonazo nada habitual. Nos materializamos a las once de la mañana, justo en el momento en el que salta por los aires el estanquillo de la pólvora, una instalación provisional ubicada en un edificio de la praza da Fonte Seca, frente a lo que es hoy la Facultade de Xeografía e Historia.
-¡La explosión! ¡Acaba de ocurrir! ¡Debimos haber llegado antes y evitarlo! ¡Dale para atrás!
-Jamás, Xaime. Somos mirones, no intervenimos. Lo intenté una vez, cuando la demolición del edificio Castromil, y me salió fatal; la historia, escrita está.
Ocultamos la moto en unos matorrales y corremos hacia Fonte Seca. Tal como contará el archivero del Ayuntamiento Pablo Pérez Constanti (1857-1936) en la portada de la Gaceta de Galicia del 21 de febrero de 1917, bajo el título Una explosión memorable, el estruendo ha sido causado al incendiarse la pólvora que Juan Domínguez almacenaba en casa de Tomasa Sande, «donde aquel -señala el cronista local- había fijado su estanquillo provisional a pretexto de reedificar su propia casa».
La humareda y la nube de polvo llegan al Toural. Corremos y tosemos entre la gente sabedores de lo que vamos a contemplar: tres casas completamente derribadas: la de Tomasa Sande, donde estaba la pólvora; y las dos contiguas, habitada la primera por una viuda llamada Teresa Saavedra y la segunda por una soltera, de nombre Baltasara Sánchez. Estos detalles sobre estado civil de la gente son una cosa bien curiosa en la que reparaba antes la prensa.
El bombazo ha causado daños en el tejado de la Real Universidad (hoy Facultade de Xeografía e Historia), sobre todo en la biblioteca, y en las puertas de algunas aulas. Pero esto no es nada para lo que está por descubrirse. El alcalde de Santiago, Andrés Vicente Parga, participa, auxiliado por la tropa de los granaderos provinciales de la cuarta división, en los trabajos urgentes de rescate y desescombro, a los que se suma todo aquel que pueda echar una mano.
«Me temo que habrá muchos muertos, muchos. Esto es una desgracia, deberé informar a Madrid», se lamenta el regidor sobre el hombro de un guardia mientras se suena mocos negros en un pañuelo blanco bordado con las iniciales A.V.P. Compostela huele a azufre y a carne quemada.
Rescate desesperado
Mientras un equipo se ocupa de apagar los incendios provocados por el material flamígero que ha saltado por los aires, llega un batallón de curas dispuesto a auxiliar espiritualmente a los moribundos. Nadie los ha llamado, pero tienen olfato profesional. Tragamos saliva.
Los primeros cuerpos en aparecer serán los de Tomasa y su sobrina, María Sande; el de un chaval de unos doce años llamado Antonio Domínguez, hijo de Juan, el estanquillero; y el de su criado, Andrés González. Los cuatro acabarán enterrados en San Félix (hoy San Fiz).
En los días sucesivos, dos víctimas más morirán a consecuencia de las heridas: el estudiante de quince años Marcos García Fernández, de Burgos; y la joven María González, de Viveiro, que se hospedaba, como el estudiante, en casa de Tomasa Sande.
-¡Socorro! ¡Acúdanme!
Entre los escombros asoma de repente, como un brote, la cabeza ensangrentada de un hombre. Nos acercamos a socorrerlo, pero está atrapado por la armadura del tejado.
-¡Déjenme a mí!
No, no es un supermán del siglo XIX. Es un cura el que, ante tal panorama, decide prevenir y le aplica allí mismo la extremaunción: «Por esta santa unción y por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo. Para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad. Amén».
«¡Líbreme del tablón y deje los pecados para otro momento, majadero! ¡Ahhhhhhhh!», responde el herido justo antes de desmayarse. «Ego te absolvo a peccatis tuis...» Al final sobrevivirá, no se sabe si por mediación divina o gracias únicamente a las atenciones que le prestarán en el Hospital Real, a pesar de tener, prácticamente, todo roto. Se llama Francisco Rodríguez y podrá contarlo.
-¿Y cómo es que solo aparece una escueta referencia en Internet de un hecho semejante?
-Pues para eso hemos venido, para hacer justicia y memoria. Busca a partir de mañana en Google «estanquillo de la pólvora» y verás. Esta ciudad, amigo viajero, tiene una memoria flaca con algunas partes de la historia, sobre todo con las que no le convienen.
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