Finlandia

Cristóbal Ramírez

OROSO

30 ene 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Afuera, el termómetro marca 14 grados bajo cero que se llevan muy bien porque resulta que no sopla el viento. Mucha nieve y mucho hielo en las calles, pero al instituto de esta pequeña localidad -como a cualquiera de los de Finlandia- han acudido todos los alumnos por su propio pie y todos los profesores. Un edificio moderno con una sala de profesores que si en algo se distingue de las de Santiago, Oroso o Padrón es en que tiene un frigorífico de tamaño respetable -los docentes toman el lunch allí si no quieren pagar los 4 euros que les cobra el comedor- y en que tiene también un espacio con varios estantes para dejar las húmedas botas de calle y ponerse los zapatos o tenis con el fin de dar clase con más comodidad.

Se hace el silencio entre las dos profesoras que tengo ante mí y que en mi móvil acaban de leer la noticia de que la Xunta convoca cientos y cientos de plazas de profesores. Silencio reflexivo típico del carácter finlandés. «No entiendo para qué convocan esas plazas de funcionarios -dice una-, no habrá mucha gente que se quiera presentar».

Y es que en Finlandia ser funcionario no puede definirse como un horizonte laboral ni, desde luego, personal que encierre interés alguno. Esa es una de las razones de su éxito en educación, ratificado por el informe Pisa (más antes que ahora, que están tentados a trabajar por proyectos y eso ha hecho, al parecer, disminuir el nivel de conocimientos de sus estudiantes). Porque no, los profesores en Finlandia no son funcionarios y, desde luego, no comprenden que aquí sea una aspiración mayoritaria de la ciudadanía: «¿Para toda la vida? Pues qué aburrimiento, ¿no?».

Explíqueselo usted, porque yo no supe hacerlo.