Conociendo el tesoro artístico de A Algalia, en Boimorto

Cristóbal Ramírez SANTIAGO

BOIMORTO

CRISTÓBAL RAMÍREZ

El enclave se muestra muy generoso en edificios históricos, que se comenzaron a levantar hace dos mil años

14 may 2022 . Actualizado a las 04:50 h.

Propuesta: ir a dar una vuelta por A Algalia, un topónimo que el profesor Cabeza Quiles afirma que significa cueva o gruta, «polo que debe referirse a antigas covas, depresións do terreo ou costas». Pero hay que hacer la advertencia de que para ir a A Algalia es necesario coger el coche. Porque no se trata ni de A Algalia de Arriba ni de la de Abaixo, es a A Algalia de Boimorto, parroquia de Dorméa, entre Melide y el conocido cruce de Corredoiras, ese típico lugar por el que se pasa y nunca se para. Aunque lo cierto es que merece la pena detenerse y mirarlo con calma. Las viviendas unifamiliares no tienen mucho que decir, pero si se elige la carretera de la izquierda y se gira a la derecha en los dos primeros cruces la cosa ya cambia.

Y es que el visitante ha ido a dar ante la ermita de San Brais, que tampoco es que vaya a hacer abrir la boca de asombro puesto que rezuma sencillez hasta decir basta y su estado resulta difícil calificarlo de óptimo. Claro que si se encuadra con el gran molino y el no menos impactante priorato, tapizados todos los alrededores de verde, la imagen ya se ha transformado por completo. Siglos de historia concentrados en ese paisaje.

Añádase que justo a la espalda quedan otros dos elementos dignos de ser reseñados. El primero es un cruceiro no demasiado antiguo ni de gran valor, pero que en el conjunto se convierte en la guinda del pastel. ¿Y el segundo elemento? Pues es tan enorme que no se ve. Porque detrás del cruceiro se levantó un talud: se trata de la muralla de un castro de grandes dimensiones. Cruzando el foso y ascendiendo se tiene una perspectiva de cómo era ese recinto de al menos un par de milenios de antigüedad y que ha sido mutilado por la pista por la cual ha llegado hasta ahí el visitante.

¿Hay más? Pues sí. Porque al otro lado del asfalto que conduce a Melide se alza la iglesia de San Cristovo, en el barrio de O Cruceiro, topónimo cuya procedencia no constituye misterio cuando se ve el airoso cruceiro que se levanta en las inmediaciones del templo.

Hay que echar mano del historiador del arte coruñés Ángel del Castillo —quien, por cierto, sigue esperando un reconocimiento público— para enterarse de que ese templo fue monasterio de monjas fundado en 1152 por la condesa doña Lupa. Esta, a su vez, era hija de uno de los grandes nobles de la Galicia medieval, Pedro Froilaz de Traba. Los límites territoriales del monasterio fueron acotados por el rey Fernando II de León cuando el calendario marcaba el año del Señor de 1157.

Claro que lo que llega a la retina carece de esplendor y de cuidados, y la elevación de cemento clama al cielo. La iglesia es, en efecto, grande, y muestra elementos arquitectónicos que hablan en su lenguaje mudo de la antigüedad que tienen. Los contrafuertes parece que están a punto de venirse abajo, sobre todo uno de ellos. La puerta lateral no oculta su origen románico —al igual que los canecillos, esos pequeños salientes que soportan el tejado—, y otra en el lado opuesto ha sido tapada sin demasiadas contemplaciones.

La fachada se define como el típico ejemplo del barroco rural gallego. Al igual que le sucedió a otros cientos de iglesias, en ese siglo de (relativa) abundancia económica y de crecimiento de la población que fue el XVIII se tiró el viejo frontal y se elevó uno nuevo. Y lo de elevó está escrito en el sentido más literal: se construyó mucho más alto, con el campanario pareciéndose estirar buscando el cielo. Un contraste general que siempre llama la atención a los visitantes de fuera de Galicia.

Por cierto que en el amplio y cuidado aparcamiento hay una placa que recuerda a los jóvenes de Dormeá que perdieron la vida en la fratricida guerra civil de 1936. Nada menos que 18. Nunca hay que olvidarlos.