Arzúa supo convertir un castro en un punto de encuentro de sus vecinos

Cristóbal Ramírez SANTIAGO

ARZÚA

CRISTÓBAL RAMÍREZ

La aldea prehistórica de Curbín tiene su contrapunto en la de Dombodán, emboscada

28 jun 2022 . Actualizado a las 11:36 h.

Arzúa, quizás la Araucaria del geógrafo clásico Ptolomeo (siglo II después de Cristo), puede presumir de patrimonio civil y, sobre todo, religioso. De lo que no puede presumir es de albergar castros de norte a sur y de este a oeste. Eso sí, se enorgullece de uno imponente. Esa es la palabra. Con la ventaja de encontrarse en los límites de la capital del municipio, una capital que fuera del trazado del Camino de Santiago, de su capilla de la Magdalena, de su iglesia y de esa acogedora placita central donde todas las tardes se dan cita los peregrinos tiene muy poco o nada que ofrecer urbanísticamente. Sea dicho de manera suave.

Pero el castro es de sobresaliente rozando la matrícula de honor. Se llama Curbín, y saliendo hacia Melide, antes de la gasolinera, ya hay un letrero que anima al desvío a la izquierda. Donde no existe letrero es a los dos centenares de metros, cuando procede desviarse a la derecha para hacerlo nuevamente (¡y aquí sí señalizado) a la mano contraria. Puro zigzag.

Hay aparcamiento que en días de calor estival se hace pequeño, pero resulta preferible dejar el coche a unos metros antes para no estropear ese entorno dominado por una carballeira de notable muy alto. Falta, en efecto, algún panel explicativo, pero el castro de 120 por 80 metros queda a la vista, con su enorme muralla, su foso, todo protegido por una barandilla de madera con puertas, y arriba varias mesas y una papelera. Además, está impecable, limpio no solo de residuos sino de vegetación molesta, parece un jardín. Por eso mismo es aprovechado para comer a la sombra, se ha transformado en un área de recreo del municipio a la que se puede ir caminando con la empanada en la cesta.

Estuvo excavado en parte. Una excelente gestión de la actual corporación permitió que arqueólogos de la universidad de Santiago trabajaran allí, si bien ahora no se ve nada: todo ha sido cubierto de nuevo, y las piezas encontradas —que las hubo— pasaron al Museo das Peregrinacións e da Cidade.

Otro castro arzuano se encuentra en Dombodán, justo antes de su iglesia parroquial, en un otero lleno de vegetación. Se llama Da Torre. En este caso explorarlo constituye un desafío, porque, a diferencia del anterior, está emboscado, pero es posible llegar hasta su muralla de un par de metros de altura.

Y por supuesto, muy cerca de él se levantó una iglesia en ese siglo de abundancia que fue el XVIII. Debió ser aquella una parroquia rica, porque no se construyó el típico sencillo templo con un campanario como toda decoración. Sí es un edificio no muy grande y sí tiene una sola nave rectangular como todos los rurales de esa época, pero muestra muros de cantería, nada de mampostería conformada por cualquier piedra encontrada en el camino y lavada.

Su fachada posee cierta monumentalidad que recuerda, aunque sea muy vagamente, a aquellas del Renacimiento conocidas como «de retablo» porque se ven elementos ornamentales por todas partes. Obviamente, aquí no es para tanto, pero ya solo el doble campanario se merece una atenta mirada de lo bien trabajado que está, con su frontón triangular y los pináculos (esos pequeños salientes que apuntan al cielo).

Pero lo que más va a llamar la atención es el equilibrio de volúmenes en esa misma fachada, algo que se consigue tanto con la ventana rectangular como con las tres hornacinas, con la de San Cristovo en el medio. La puerta —una pequeña obra de arte— muestra que la influencia de la catedral compostelana ha llegado hasta estos viejos montes arzuanos. En el interior destacan tres curiosos confesionarios.

¿Ha habido ahí un templo anterior? Posiblemente sí, pero para asegurarlo habría que estudiar las losas del cementerio antiguo que se ven en el adro, entre otras cosas.