Varios kilómetros y ni un alma. Coches aparcados ante puertas de casas cerradas, un hermoso burro blanco que recuerda a Platero y un gato atigrado. Nada más. Hasta que por fin aparece un hombre con un tractor que está cargando paja seca. «A Casanova? Non sei se non se equivocaría, porque a miña muller é de Busto e eu creo que ese lugar non existe. Non será Barcavella?» No, es A Casanova, tal y como confirma poco después Rosa, una señora que escucha la radio a la puerta de su casa y que ella sí conoce a todo el vecindario. «Ten que coller o camiño que hai ao lado da igrexa; está xunto a Verdía pero é de Busto. Aí non vive máis que Basilio, que xa está maior e non sae de casa, pero ten os fillos que miran por el».
En efecto, poco después de la iglesia, en dirección a Verdía, luce el cartel de A Casanova, topónimo que seguramente algún día tuvo una justificación pero que ahora ya nadie recuerda de dónde viene. En el lugar no hay más que dos casas, y una ni siquiera se ve, porque permanece vacía tras una verja llena de maleza que la disimula desde la carretera. La otra casa, tal y como decía Rosa, es la de Basilio, al que, en efecto, atendía uno de sus hijos, Servando. «Agora non queda ninguén, pero cando eu era pequeno entre as dúas casas éramos unha ducia de persoas». Sus vecinos hace muchos años que se fueron para Madrid, y la casa se cerró cuando murió su propietaria. En la de Basilio todavía hay vida, pero Servando cree que las aldeas no tienen futuro. «Eu non lle vexo saída», dice con escepticismo en relación al plan de la Xunta de recuperar los asentamientos rurales.