Es obvio que la capital gallega tiene un problema muy serio con su servicio de transporte público urbano. Lo ponen de manifiesto las reiteradas averías de los autobuses, algunas de ellas con incendio, como la de este viernes, sin consecuencias personales; o la del 30 de agosto, esta con el infortunio de la muerte accidental de un joven bombero. Averías que están teniendo consecuencias en forma de alteraciones del servicio, ya que por falta de vehículos llegan a suprimirse viajes. El problema viene de lejos, como se ha reiterado en estas páginas desde hace varios años. Es la consecuencia del retraso del concurso del transporte, uno de los contratos más cuantiosos —se prevén 130 millones de euros y diez años de vigencia para el que se va a convocar— y también complejos. Pero no debería haber excusas, de hecho no las hay. Ni covid, ni directivas europeas. Está pendiente desde el final del gobierno de Compostela Aberta y todavía va para largo. Bugallo podrá convocarlo antes de que termine el mandato, pero no le va a dar tiempo de adjudicarlo. Otro año más soportando vehículos renqueantes, contaminantes y que con frecuencia darán sustos a los usuarios. Y lo peor no es que los autobuses sean viejos —el que ardió en San Marcos fue matriculado a principios del 2007—, ni que sean sustituidos alquilando otros de desecho, o casi, procedentes de otras ciudades, sino que carecen del nivel exigible de mantenimiento, como afirman los propios trabajadores del servicio. ¿Y por qué? Como el contrato y su prórroga están vencidos, el bus está en precario y la adjudicataria aguanta con inversión bajo mínimos. No queda otra que tomar medidas hasta que entre la futura concesión, porque estos riesgos son inadmisibles.