Francesco Rao: «Me retiro a finales de septiembre, pero mi hijo seguirá en la pizzería»

Juan María Capeáns Garrido
juan capeáns SANTIAGO / LA VOZ

SANTIAGO

xoan a. soler

Emigró de Italia a Suiza y allí conoció a una gallega que lo atrajo hasta Compostela

09 sep 2019 . Actualizado a las 07:56 h.

Francesco Rao tiene una cara de italiano que no puede con ella. Habla español con el acento que le dejó Alife, un pueblecito romano de la provincia de Caserta, más cerca de Nápoles que de su admirada capital. «Mira que allí tenemos el Vaticano, pero cuando llegué al Obradoiro me quedé maravillado», comenta con una característica voz rasgada. Santiago, o más bien su casita con vistas al valle que tiene en Bastavales, es su estación Termini, el lugar en el que se va a jubilar. «Será a finales de septiembre cuando me toque descansar, así que ya estoy preparando todos los papeles. Dejaré la pizzería Oasis a mi hijo, que ya lleva seis años trabajando conmigo, y yo me dedicaré a visitar Galicia y a viajar algo más a Italia».

Hubo una parada intermedia, fundamental en su vida. Francesco salió de su país a los 17 años y se fue a trabajar a Lugano, en Suiza, donde adquirió una notable experiencia con las masas y aprendió los secretos del horno. Tenía todo a su favor para establecerse en el acomodado país helvético, bastante más avanzado que Galicia en aquellos tiempos, pero se cruzó en su vida una chica de Brión, su mujer, y acabó convencido de que su lugar era Compostela. «Pero conste que ella quería quedarse en Suiza», advierte Rao, que vio posibilidades de negocio en un Santiago que a principios de los 80 desbordaba con los estudiantes.

Con su mujer y su cuñado montaron el local que sigue y seguirá abierto en la rúa Nova de Abaixo, porque sus hijos Christian y Stefania, aunque nacieron en Suiza, «son picheleiros» y continuarán con un restaurante que ha ido adaptando su decoración a los tiempos, siempre con sencillez y con referencias a Italia. El hecho de que ambos hayan aceptado seguir la tradición -en su familia italiana también hay pizzeros- le satisface especialmente, porque de alguna forma ratifica su acierto profesional.

«Aquí siempre me han tratado de maravilla, nunca me sentí extranjero», comenta haciendo una rápida retrospectiva de la que rescata las dificultades que tuvo al comienzo con el idioma. Aún hoy se le escapan algunas palabras en italiano que hacen más auténtica si cabe la atmósfera del local.

Desde los ventanales de Oasis ha sido un testigo de excepción de los cambios que se fueron produciendo en la ciudad. Cuando arrancaron con el negocio trabajaba desde las ocho de la mañana y podía estar hasta la madrugada siguiente dando de comer a estudiantes rezagados y hasta a empresarios que tenían que coger el primer avión de la mañana. Todo el Ensanche era una locura, pero su calle se podría considerar el auténtico epicentro de la juerga. La noche era otra cosa, pero por el día la clientela era preferentemente de la universidad, profesores o alumnos, e incluso atendió con frecuencia a un par de históricos presidentes de la Xunta que sabían de su buena mano con la masa. De aquella época le queda la pena de no haber fotografiado a toda esa gente que, años después, sigue acercándose y presentándose allí con su familia, ya como profesionales y con la vida encarrilada.

El ímpetu de la movida fue descendiendo al tiempo que Rao empezó a darle algo de sentido a los horarios y los descansos, que se convirtieron en una norma de la casa. «Siempre cerramos un mes en agosto, y al principio la gente se echaba las manos a la cabeza porque pensaban que podría perder a la clientela. Mira, si después de 38 años haciendo pizzas alguien se va a otro lado a comerlas será que no lo hago tan bien», argumenta con esa confianza que solo puede tener un italiano con las ideas claras y la certeza de que el descanso te permite volver con más fuerza. «Somos buenos vendiendo», reconoce.

«Cuando llegamos poca gente comía pizza, y ahora hasta se vende en los supermercados»

 

 

Como toda la ciudad, el negocio de Francesco Rao notó el descenso de la pujanza estudiantil, y por fortuna la crisis económica ya lo pilló con una clientela muy estable y nuevas fórmulas como la entrega a domicilio, que confía a los servicios de repartidores. Cuando el Ensanche empezó a transformarse todo se complicó, porque la rúa Nova de Abaixo dejó de ser una calle cómoda para transitar o para encontrar un hueco y que la gente recogiese los pedidos que hacían por teléfono. Pero se adaptó y también reconoce aspectos positivos de los cambios. Por ejemplo, está convencido de que la peatonalización de Carreira do Conde ha servido para que los turistas que antes daban vuelta al llegar a la Senra, sientan curiosidad por ir más allá y adentrarse en un Santiago anodino pero decididamente más dinámico.

En los últimos años le sorprende la presencia salpicada en su local de turistas extranjeros, concretamente norteamericanos. Hasta que resolvió la duda preguntándole a una chica, que le explicó que Oasis aparecía en una prestigiosa guía internacional. Pocos piropos le pueden gustar más a Francesco que un santiagués que ha viajado a Italia diga que sus creaciones son mejores que las que probó allá.

Casi cuatro décadas después de llegar a Santiago, cree que la ciudad y el país avanzaron de una forma «irreconocible», también en su gusto por la pizza, que se popularizó de manera radical. «Cuando llegamos poca gente la comía, y ahora se vende hasta en los supermercados. Pero resistimos, igual que cuando llegaron las cadenas internacionales. Aquí no damos números, somos personas, esa es la clave. Y hacer las cosas bien, claro».