Los años suelen concluir con una incontrolada proliferación de listas o ránkings que destacan lo mejor del ejercicio en muy diversos órdenes y disciplinas. Leemos la lista con las diez mejores películas, con las diez mejores canciones, con las series de mayor audiencia, con los lugares más visitados, y hasta con los mejores bocadillos de calamares, con las mejores croquetas o con las mejores tapas, porque tenemos que clasificarlo todo, de mejor a peor, en un mundo competitivo que premia a los ganadores y a los buenos, y que arrincona inexorablemente a los perdedores.
Abrí el otro día un enlace en redes sociales que anunciaba los diez mejores libros del 2018. Solo había leído uno. Entonces pensé, ¿los diez mejores para quién? ¿Para la editorial? ¿Para el que escribía la lista? ¿Y si acaso fuesen solo tres de los diez mejores? He leído este año algunos libros fantásticos, y tal vez uno de los más conmovedores, por no decir el mejor, es el publicado por una escritora estadounidense que ha conseguido la proeza de ser la única en lograr dos veces el prestigioso National Book Award.
Por supuesto, ese libro no estaba en la lista de las diez mejores obras literarias del 2018, en la que sí se encontraban, curiosamente, tres autores que publican en la misma editorial, una prestigiosa e influyente firma.
Cada uno que haga sus listas con los criterios que estime oportunos, según sus gustos, pero salvo que sea un dato objetivo e inapelable (como por ejemplo, los más vendidos) que no las presenten como el ránking de los mejores. Bastaría con que digan que son los que más le gustan.