Palabras que escriben a piedra la memoria

SANTIAGO

SANDRA ALONSO

La nostalgia pasea bajo el anonimato en una calle histórica desvirtuada por el ajetreo de los turistas y peregrinos

02 abr 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Solo al acceder desde Praterías a la Rúa do Vilar se puede oír cómo suena The house of the rising sun en la gramola de O Galo D’Ouro. Es uno de esos momentos mágicos que no están permitidos a las hordas de turistas y peregrinos que la trotan a diario. Es un privilegio picheleiro. Puede uno dejarse derrotar por el pesimismo y pensar en lo que se perdió o aferrarse a la nostalgia y atrapar esas claves que solo maneja quien nació en Compostela, quien estudió en Mazarelos, quien trasnochó por Entrerrúas o quien buscó, en las portadas de las ediciones de La Voz de Galicia, las noticias de su ciudad, mucho antes de que Internet infectara con sus virus el periodismo.

Nadie puede borrar los recuerdos impregnados en las paredes; las tertulias del Café Español, donde Cunqueiro recitaba aquello de que «o tempo de Compostela é a eternidade, fillo da perpetua resurrección»; la imprenta Nós, donde perviven los soportales en los que permanecen las palabras de Castelao dedicadas a Ánxel Casal, que «fixo por Galicia máis que todos nós» o el traqueteo de la loza y los botellines del Zúrich, donde los estudiantes se abrigaban para ver las películas de Eric Rohmer después de hacerse en la tienda Daviña con una cinta en la que grabar Every breath you take.

Ya no se saborea el Tumba a Dios de Eligio, ni crujen las maderas viejas de la Librería González, ni sorprende la cartelera del Yago ni Fraga se viste en aquella sastrería hecha a su medida. Pero queda el olor de los cruasanes de la confitería Mora o el botafumeiro del Bazar del Villar. Y queda, sobre todo, el sabor del café del Suso, siempre en buenas manos. Ahora son las de Carlos, el hijo de los propietarios, que sonríe detrás de la barra: «Santiago perdió protagonismo, ahora es una calle turística. Sigue viniendo gente a recordar y te dice cosas muy bonitas, los recuerdos del que se tomó aquí la primera cerveza con su padre, que ya no está... Pero se perdió mucha población, era la calle de los médicos, de los libreros, de señores tan peculiares como el doctor Vaamonde o de González, que hacía aquellos refranes con su bolígrafo... El Español, donde cantó Machín... La calle ya no tiene nada que ver».

La nostalgia no perdona y lo mismo anida en el Suso que en la Mercería Algui, que ahora regenta la tercera generación. Y no hay más que escuchar a Anxo, nieta de sus fundadores. «Abierto desde 1948», informa su escaparate. Pronto estarán de aniversario. Setenta años despachando miles de botones, desmadejando hilos y cortando cintas de pasamanería. «A miña avoa traballara na hostalaría, pero tivera unha infección de pulmón e recomendáranlle deixar a cociña, entón eles optaron por este local, que era un almacén de mercería e así se lanzaron, como facía a xente de aquela época, e a base de moito traballo foron levantando o negocio». Han pasado muchas generaciones de medias y calcetines por la Mercería Algui. «A xente que abre negocio mira cara os turistas, e antes había tres librerías, xoierías das mellores, a tenda de Maside, que era única, e todo iso foi desaparecendo e agora hai novos negocios, pero son todos moi iguais, moi parecidos».

Pero la nostalgia no da de comer, y por eso, aunque la placa del doctor Daporta siga clavada junto al escaparate donde la librería Galí resistió 134 años, sobreviviendo todavía unas cuantas décadas al declive cultural de la Rúa do Vilar, ya ni está el doctor ni está Higinio. Está, sin embargo, Margarita, una cubana descendientes de gallegos que regenta con alegría una tienda de suvenires. Es la cultura del siglo XXI que da paso a una nueva generación de picheleiros. No nació en la Rúa do Vilar, como Anxo, pero su orgullo compostelano la hace merecedora del título de hija adoptiva de Santiago. «La gente sigue entrando y preguntando por Daporta y por Higinio, ya nosotros nos conocemos la historia toda», dice sonriente entre reproducciones de la catedral y muñecas con el traje regional.

En la puerta, el rasgueo de la guitarra de un músico callejero recuerda que, como decía Cunqueiro, «Compostela é a eternidade».