En 1937, un grupo de marinos españoles se quedaron atrapados en la URSS y fueron enviados a campos de concentración.
04 sep 2017 . Actualizado a las 11:46 h.«Yo nací en un campo de concentración». Así podría empezar la biografía de Peter Sagal, 65 años, vecino de Philmont (localidad situada a 200 kilómetros de Nueva York), codirector de la Gerard Wagner Foundation _una iniciativa de arte antroposófico_ y socio de la compañía Silk City Fibers, dedicada a la venta de hilos de calidad para diseñadores y empresas textiles. Peter entró en Estados Unidos a principios de los 50 con el apellido de su madre, pero hasta entonces era Pedro Armesto, hijo de un marino gallego del mismo nombre que estuvo prisionero en la Unión Soviética durante 17 años. Su historia es la de una de las mayores injusticias cometidas contra ciudadanos españoles en el extranjero durante la Segunda Guerra Mundial y los años posteriores.
El padre de Peter, Pedro Armesto Saco, había nacido en Salcedo, una aldea de Pobra de Brollón (Lugo) en 1912, el mismo año que se hundió el Titanic. Tras estudiar para marino, en 1935 se desplazó a Cádiz y embarcó en un buque de la Compañía Ybarra. Esta naviera, además de prestar servicios de cabotaje a lo largo del litoral español, atendía la línea regular del Mediterráneo-Brasil-Río de la Plata con tres magníficos trasatlánticos _en realidad, cargueros polivalentes_ propulsados por motor, de unas 15.000 toneladas y nueva construcción: el Cabo San Antonio, el Cabo San Agustín y el Cabo Santo Tomé.
Durante la Guerra Civil, el Cabo San Agustín y otros buques fueron utilizados por las autoridades republicanas para cubrir la ruta entre Cartagena (Murcia) y Odesa, en el mar Negro. El barco traía armamento de Rusia, que el Gobierno español pagaba literalmente a precio de oro, ya que para hacer frente a las letras hubo que recurrir a las reservas de este preciado metal en el Banco de España: es lo que histórica y popularmente ha venido a denominarse «el oro de Moscú».
Al acabar la contienda, el barco fue retenido por las autoridades soviéticas y sus tripulantes _varios de ellos gallegos_ quedaron atrapados en Feodosia, en la península de Crimea. Aunque temían a la España de Franco, la intención de muchos de ellos era regresar y algunos pensaban emigrar a México. Pero el régimen de Stalin no podía permitir que un grupo de españoles eligiera volver a una dictadura fascista en vez de quedarse en el paraíso comunista y los conminaron a adquirir la nacionalidad soviética, a lo que se negaron reiteradamente.
Dos años en Rusia fueron suficientes para que los marinos, muchos de los cuales estaban afiliados a la UGT y la CNT, se dieran cuenta de que la utopía socialista escondía la realidad de un país sometido a un gobierno totalitario y hundido económicamente, en el que la escasez y el hambre eran el pan nuestro de cada día. En aquel momento sus pasaportes, expedidos por la República, ya no eran válidos, y tampoco sus cartillas de navegación. Todavía podían cartearse con sus familiares, pero al poco tiempo les cortaron la correspondencia.
Corría junio de 1941 cuando estalló la guerra entre Rusia y Alemania y las autoridades soviéticas decidieron confinar a todos los extranjeros. Los españoles fueron trasladados a la estación de tren, introducidos en un vagón-cárcel y enviados a Járkov, donde encerraron a 45 marinos en una celda de 4 por 5 metros con el suelo de tierra. Fue la primera etapa de un largo y penoso viaje que acabaría en Norilsk, una localidad situada en Siberia, más de 300 kilómetros al norte del círculo polar ártico. En Norilsk había varios campos de trabajo, que sumaban entre 50.000 y 60.000 prisioneros. Los obligaban a hacer carreteras, trabajar en las minas de carbón y de níquel, levantar el tendido del ferrocarril, construir fábricas, limpiar zonas de nieve... Pedro Armesto fue elegido por sus compañeros jefe de la brigada de trabajo de los españoles «por su dominio del idioma, carácter simpático, y al mismo tiempo enérgico, para oponerse a los rusos». Así lo explica Ramón Sánchez-Ferragut, piloto del Cabo San Agustín, en las memorias que escribió tras regresar del cautiverio y que su hija recopiló en un libro titulado También se vive muriendo (Editorial Círculo Rojo).
Debido a su latitud, los habitantes de Norilsk sufren 45 días de noche permanente al año, con temperaturas que alcanzan los 50 grados bajo cero y vientos de hasta 90 kilómetros por hora. Los marinos nunca se habían encontrado un clima tan duro. Allí presenciaron un episodio estremecedor _uno de los muchos que les tocaría vivir_: un preso de nacionalidad estonia llegó medio congelado después de pasar toda la jornada en el exterior del barracón; sus compañeros lo colocaron al lado de una estufa y el pobre hombre se abrazó a ella con todas sus fuerzas, sufriendo gravísimas quemaduras y pereciendo poco después. Al quinto día de su llegada solo quedaban tres españoles en condiciones de trabajar, el resto estaban en la enfermería con disentería. En tres meses murieron ocho marinos, entre ellos los gallegos José Plata y Rosendo Martínez, de A Coruña.
Finalmente los trasladaron a Karaganda, una región de Asia Central en lo que hoy es Kazajistán. Karaganda era uno de los núcleos de la telaraña de campos de prisioneros tejida por el régimen estalinista para acabar con los opositores y enemigos políticos. En esta zona estuvo recluido el escritor ruso Alexánder Solzhenitsin, autor de Archipiélago Gulag, que ganaría el Premio Nobel de Literatura en 1970. En el campo de Kok-Usek, donde permanecieron entre 1942 y 1948, los marinos coincidieron con un grupo de pilotos republicanos que habían corrido la misma suerte que ellos. Habían sido enviados para entrenarse en la base de Kirovabad (Azerbaiyán) y allí estaban cuando Franco entró en Madrid en 1939. La base cerró y fueron dispersados por varios campos, hasta acabar en Karaganda. Su historia se cuenta en el libro Los últimos aviadores de la República (Ministerio de Defensa, 2010), de Carmen Calvo Jung. Uno de los supervivientes, Vicente Montejano Moreno, todavía recuerda a Pedro Armesto: «Era muy buena persona», resume, y relata cómo les enseñó a fabricar alpargatas hechas de nudos de cuerda. Gracias a ello le permitieron crear un taller dentro del campo y eso evitó que muchos de sus compañeros tuvieran que salir a trabajar al exterior en las minas de carbón o construyendo presas.
A sus 91 años, la voz de Vicente Montejano suena como si fuera 50 más joven. En su memoria permanecen imborrables los momentos vividos en el barracón. Hombres y mujeres de otras nacionalidades solían ir allí a escuchar la radio. «Los españoles éramos los amos», se ríe. Peter Schanzer, un preso austriaco que estuvo en Kok-Usek, recuerda: «Ellos tenían un éxito terrible con nuestras mujeres. Nuestros hombres tenían otras cosas en su cabeza, como conseguir comida y cosas así, pero las mujeres parecían estar menos afectadas. La moral en el campo era muy distinta de la que estábamos acostumbrados y era aceptado como normal que una mujer casada tuviera un novio español, y alrededor del 70% de las mujeres así lo hicieron. Durante las veladas radiofónicas en el barracón de los españoles, con todo el mundo presente, incluidos niños, podían verse increíbles escenas de contenido sexual a la luz de las pequeñas lámparas de aceite del techo. A nadie parecía importarle».
Allí fue donde Pedro Armesto conoció a Sonja Sagalowitsch, una prisionera bielorrusa de origen judío. Nacida en Stolpce, una localidad cercana a la frontera con Polonia, Sonja había emigrado a Alemania con su familia huyendo de la revolución bolchevique, y años después tuvo que hacer el camino de vuelta para escapar de la persecución nazi. Fruto de su relación nació, el 20 de marzo de 1946, Peter Sagal.
«La vida en el campo era extremadamente dura _explica Peter a partir de los recuerdos de su madre_. Los veranos eran tremendamente calurosos, la tierra se apelmazaba y cuarteaba como la piel de un elefante. Los inviernos eran gélidos, temperaturas de 30 grados bajo cero con la nieve a menudo alzándose por encima de los barracones. Algunos prisioneros perdieron el camino tratando de caminar a través de una tormenta de un barracón a otro y murieron congelados». La comida era estrictamente racionada. Una barra de pan a la semana para cada prisionero, un cuenco de sopa (agua hervida con mondas de patata) al día. El hambre acuciaba y los españoles empezaron a comer hierbas, ortigas, malvas... También cazaban unas ratas grandes y con mucha grasa que hacían galerías subterráneas. En Kok-Usek perecieron otros ocho españoles, entre ellos el ferrolano Manuel Dopico.
A principios de 1947, Sonja fue liberada junto con otras mujeres y emigró con el niño, primero a Berlín (donde Peter, todavía Pedro Armesto, fue inscrito en un registro de judíos), y luego a París. En la capital francesa colaboró con la Federación Española de Deportados e Internados Políticos (Fedip), que había iniciado una campaña por la repatriación de los españoles presos en Rusia. Gracias a su testimonio, la familia de Pedro Armesto Saco se enteró de que seguía vivo: sin ninguna noticia sobre su paradero, hacía años que lo habían dado por muerto, incluso habían celebrado un funeral en su memoria y puesto su nombre a un sobrino nacido en aquellos años.
Pero al marino gallego, junto a medio centenar de los tripulantes del Cabo San Agustín y varios de los aviadores republicanos, todavía le quedaban siete largos años de reclusión en los campos de concentración soviéticos. Fueron enviados a Borovichi, al norte de Moscú, y después dispersados por toda la geografía comunista. El grupo siguió menguando y murieron los coruñeses José Diz y Ricardo Pérez. No fue hasta 1954 cuando por fin pudieron regresar a España a bordo del Semíramis, el barco que trajo de vuelta a los presos de la División Azul. Pero mientras éstos fueron recibidos con todos los honores por la España de Franco, los auténticos héroes, los marinos que se negaron a doblegarse ante la maquinaria estalinista, pasaron casi desapercibidos.
Vidas cruzadas
Tras escapar del Gulag, los caminos de Pedro Armesto y Sonja Sagalowitsch se separaron para siempre. El primero regresó a Lugo y rehizo su vida, casándose con una gallega y teniendo otro hijo al que también llamó Pedro. Falleció en 1988. Sonja emigró con su hijo a Nueva York en 1952. Sin saber inglés y sin dinero, no tuvo más remedio que dejar al niño en un albergue para chicos huérfanos durante seis meses hasta que pudo reunir lo suficiente para alquilar una buhardilla. Durante muchos años trabajó como niñera y en diversos restaurantes y pastelerías; finalmente compró un apartamento en el norte de Manhattan, donde vivió hasta su muerte en el 2007.
¿Y que fue de Peter Sagal, el niño que nació en el Gulag? Hace un año consiguió contactar con su familia gallega y no lo dudó: en cuanto pudo tomó un avión y aterrizó en Santiago dispuesto a recuperar parte de sus raíces. A los 65 años, el pasado 1 de julio se reunía por primera vez con su hermano y con numerosos primos, ansiosos por abrazarse y fotografiarse con él. Peter no se marchó sin antes haber cumplido el último deseo de su madre, esparcir sus cenizas «en el océano». Y después de varios años sin saber en dónde saldar su deuda, tuvo la certeza de que las aguas del Atlántico, en la ría que baña las costas de Miño, Pontedeume y Ares, eran el lugar perfecto.