Londres: una historia de violencia

SANTIAGO

Las revueltas de esta semana traen ecos de otros episodios similares o casi idénticos que han ocurrido en diversas épocas en la capital británica.

14 ago 2011 . Actualizado a las 06:00 h.

Una ciudad es el resultado de un proceso de transformación nunca concluido en el que intervienen los movimientos demográficos, la actividad comercial, la planificación y -tanto o más- el desgobierno del urbanismo. Pero a esta tentativa de historia se puede contraponer también la intervención de la violencia, sea la causada por guerras o por los propios ciudadanos entre sí. Londres es un ejemplo cívico, de convivencia, democracia y tecnología, pero no está exento de sombras.

En la capital del siglo XXI se pueden rastrear las huellas de episodios militares como el asentamiento romano, la invasión normanda o los bombardeos nazis. En cambio, las heridas infligidas por sus habitantes son más difíciles de localizar, porque se cauterizan y el tiempo acaba por disimular las cicatrices. Pero la ciudad no las olvida y de forma cíclica se reabren, como si insistiese en hurgarse en la llaga. La violencia rebrota, muchas veces en el mismo lugar donde ya sucedió cinco, cien, quinientos años antes.

Los disturbios se acumulan en el historial de la ciudad. Cada revuelta habla de su tiempo, de sus temores y precariedades, aunque a todas las une la destrucción aparentemente gratuita y el pillaje que siguen al detonante, este sí, tan diverso como recurrente. Los hay por motivos religiosos: contra los judíos en 1189, 1215, 1272 o 1290, o las manifestaciones contra católicos que desembocaron en las llamadas Gordon Riots en 1780; por situaciones laborales, como las de los tejedores de Spitalfields, en 1719 y 1769; por impuestos percibidos como injustos, sean los que gravaban la ginebra (1743), el más reciente Poll Tax (1990), que a la postre precipitó la marcha de Margaret Thatcher, o las tasas universitarias, este mismo año; por enfrentamientos políticos, como las marchas de los fascistas británicos de Oswald Mosley (la llamada batalla de Cable Street, de 1936) o las del National Front en 1974 y 1977; incluso por la subida del precio de las entradas del teatro: en 1808 se produjeron las Old Price Riots, que se prolongaron casi setenta jornadas y en las que espectadores de todas las clases sociales arrasaron butacas y escenarios en el mismo Covent Garden por el que hoy pasean los turistas: algunos dijeron que participaron en los destrozos «solo por divertirse».

Precisamente el que está considerado el peor estallido de violencia en toda la historia de la ciudad empezó por mano de un aristócrata. El 2 de junio de 1780 lord George Gordon reunió a una multitud de seguidores, que desfilaron hasta el Parlamento en protesta por una reforma legal que concedía ciertos beneficios a los católicos. Dickens narró los hechos en Barnaby Rudge. Inflamados por las arengas y un sol de justicia, los manifestantes invadieron el Parlamento. Los guardas consiguieron reducir a un grupo de violentos y los condujeron a la prisión de Newgate. Cuatro días después el Parlamento celebró una nueva sesión, solo para encontrarse de nuevo a una multitud descontrolada procedente de toda la ciudad, agrupados bajo el lema de «No Popery». Algunos incendiaron Newgate y liberaron a todos los prisioneros. Otros localizaron y arrasaron los domicilios de jueces londinenses. Un grupo incluso asaltó la casa del ministro de Justicia, lord Mansfield, donde quemaron sus cuadros y su biblioteca legal. Hasta 36 incendios se declararon en la ciudad y los exaltados amenazaron con tomar el banco central, la fábrica de la moneda y el arsenal. Una semana después del estallido intervino el Ejército para sofocar la revuelta. Lord Gordon fue encarcelado en la torre de Londres; peor suerte corrieron otros: 25 personas fueron ahorcadas en los mismos lugares que habían devastado, incluidos tres niños frente a la casa del ministro. En total, se contabilizaron más de doscientas víctimas mortales.

Los conflictos raciales también han estado en la base de buena parte de los disturbios de los últimos cincuenta años, repitiendo el mismo esquema e incluso ubicación. Tottenham se levantó el sábado pasado en protesta por la muerte de Mark Duggan a manos de la policía. En 1985, en el mismo barrio una mujer negra, Cynthia Jarrett, falleció mientras registraban su piso en busca de objetos robados. Grupos de jóvenes incendiaron coches y casas con cócteles molotov y se enfrentaron a los agentes. Uno de ellos, Keith Blakelock, que protegía a una dotación de bomberos, resbaló y fue engullido por el tumulto: intentaron decapitarlo con machetes y cuchillos y perdió la vida.

En Brixton, cuatro años antes, el creciente malestar de la comunidad afrocaribeña con la policía se desbordó con la muerte de un joven por apuñalamiento y dio paso a tres días de violencia y saqueos. El ministro del Interior encargó una investigación, cuyos resultados se concretaron en el informe de lord Scarman, que advertía de que la policía había seguido la estrategia equivocada en un clima de paro, pobreza y discriminación racial. En 1993, un chico negro, Stephen Lawrence, fue apuñalado mientras esperaba el autobús en el sureste de Londres. Los errores y la desidia en la investigación policial propiciaron otro informe, que puso de manifiesto que las fuerzas de seguridad no habían asumido las recomendaciones de Scarman: el racismo seguía instalado en buena parte de la policía. Esta es una queja constante desde que en 1948 el Windrush desembarcó en Inglaterra a los emigrantes pioneros de Jamaica, que en 1958 sufrieron en Notting Hill las primeras agresiones xenófobas a gran escala. Sus viviendas fueron atacadas por una turba de blancos, entre los que se contaban varios Teddy Boys, los mismos que destrozaron las butacas de los cines cuando acudieron a ver Blackboard Jungle, imitando a los Old Price de 150 años antes.

Películas y canciones

El cine y la música han mantenido una estrecha relación con las revueltas londinenses. La novela de Colin MacInnes Absolute Beginners, publicada en 1959 y adaptada a la gran pantalla en 1986 por Julien Temple, recrea la tensión racial de Notting Hill, donde cada agosto se celebra el ya célebre carnaval, nacido para promover la tolerancia multicultural. No siempre se ha conseguido. En 1976 se produjeron violentos enfrentamientos entre jóvenes negros y la policía. El grupo punk The Clash estaba allí para verlo y de la experiencia surgió su canción White Riot (más de un periódico ha echado mano de su tema London?s Burning como titular estos días). Los propios Clash se anticiparon en The Guns of Brixton a las revueltas de 1981, año que tuvo como verdadera banda sonora Ghost Town, de The Specials, cuya inquietante melodía capturó la ansiedad en la que vivía el país.

Son ejemplos de la estrecha vinculación que ha existido en las últimas décadas entre estos fenómenos y las subculturas juveniles. La capucha, por ejemplo, ha asumido un papel simbólico de la violencia de bandas con distinto grado de organización, cuyos miembros ha sido selectivos a la hora de llevarse el botín de las tiendas que han arrasado: zapatillas deportivas, ropa de marca, teléfonos móviles, televisores y otros artilugios electrónicos, todos ellos objetos que confieren estatus y prestigio a jóvenes que han crecido en la contradicción consumista de desear bienes caros desde una situación de paro, exclusión social, familias desestructuradas, un entorno social endeble y poco solidario, habitantes de guetos que pasan por urbanizaciones de viviendas sociales. El proceso de gentrification, como se denomina en inglés la expulsión de las clases más bajas de un barrio ante su recalificación urbanística y social al alza, los ha confinado en estates que nutren, muchas veces a la fuerza, las bandas que emulan el gansterismo de los gemelos Kray en los años sesenta -una década prodigiosa que también tuvo sus sombras-. Son las mismas bandas que están detrás de las preocupantes estadísticas de agresión por arma blanca, con los adolescentes como principales víctimas, y de las que no se libran ni estrellas como el rapero Dizzee Rascal: su música ahora es de consumo masivo en Inglaterra, pero se inició en los ritmos y rimas del grime, la banda sonora de una generación cuyo nihilismo deja en aprendices a los punks de finales de los setenta. Ese cóctel de permisividad, recortes sociales y educativos, consumismo y una ausencia total de expectativas, al que se suma la sensación de adrenalina que genera una revuelta, está detrás de ese pillaje tan selectivo que sus autores hasta se han permitido el lujo de probarse los artículos antes de robarlos. Como los Old Price antes que ellos, muchos han admitido que el aburrimiento alimenta su violencia: «Lo hacemos por divertirnos».

Precisamente la inexistencia de reivindicación social y contenido político ha indignado a la sociedad inglesa, que se ha organizado para defender los negocios de pequeños comerciales y sus casas, además de limpiar, con docenas de escobas, el paisaje después de la batalla. Cada vez se hace más difícil restañar las heridas y parece que la ciudad se está cansando de reabrir viejas cicatrices.