La pasión de Amy Winehouse

Por Pablo Carballo

SANTIAGO

La cantante más dotada de la última generación se fue dejando un catálogo musical brillante pero muy breve. La exhibición pública de sus dramas personales convirtió su historia en un folletín mediático con un final prematuro y absurdo

31 jul 2011 . Actualizado a las 06:00 h.

El barrio de Golders Green, Londres norte, es el fortín de los judíos de clase media en la ciudad. Su ambiente de típico suburbio inglés, cielo plomizo, pub con asientos de terciopelo gastado y cerveza amarga, casa de apuestas, tienda de paquistaníes, autobús double-decker, café para llevar no se distinguiría demasiado de cualquier otro de no ser por el vecindario que pulula, levitas negras, sombrero y trencitas identitarias hebreas, componiendo un paisaje humano inconfundible. Ahí, en honor a la confesión judía de la familia, tuvo lugar el martes el funeral de Amy Winehouse, donde le dijo «buenas noches, mi ángel», ataviado con la preceptiva kipá, su padre, Mitch Winehouse, de profesión taxista y de vivencia padre coraje. Así, breve y cándido, fue el adiós verbalizado con ternura por ese hombre cuyos desvelos por la cantante lo convirtieron en cronista accidental de una triste autodestrucción y, al tiempo, en personaje del melodrama mediático en que se transformó esa fugaz historia que fue la pasión de Amy Winehouse.

Así, como un ángel, voz celestial -pero presencia muy carnal-, irrumpió en la escena musical mediada la primera década del siglo, cuando en el país productor de las mayores leyendas de la música el pop de masas presentaba un panorama un tanto aburrido, entre el sonido precocinado de las Girls Aloud y los coletazos finales del brit-pop. Ahí, inopinadamente, hizo furor la trastienda jazz del sonido Amy, el candor de sus pasiones al desnudo y, sobre todo, su voz poderosa, personalísima, una verdadera bendición.

Era el 2006, y su segundo disco, Back To Black, tomaba al asalto el número 1 en 18 países. Un fenómeno con toda justicia. Y musicalmente, quién podría adivinarlo, el punto final.

Pero hay que ir más atrás para comprender a fondo la historia de Amy Winehouse, en la que vivencias personales, presencia pública y música se entrelazaron en un folletín contemporáneo con capítulos surrealistas, desgraciados, pasionales, antes de un final prematuro y absurdo.

El debut

En el 2003, 20 añitos, la chica ya rebelde y de fuertes referentes pop (Betty Boop inspirando ambiciones de pin-up girl; sentido musical sólido, en parte gracias a la afición del padre, Mitch) había debutado con Frank, exponiendo ya sus cualidades de autora e intérprete. Amy se convirtió en una figura en ciernes y en el mundillo lo sabían, como lo demuestra el hecho de que Simon Fowler, de cazatalentos a rey Midas de la industria gracias a Pop Idol y otros espacios televisivos similares (legendario su gesto, boquiabierto en la mesa de jueces, ante la primera interpretación de Susan Boyle), se apresurara a captarla para su agencia de representación.

Amy ya era un personaje popular y reconocible en su barrio, Camden Town, con su underground siempre chispeante. Allí vivió hasta el final, a un paso de su pub predilecto, el Hawley Arms, célebre por las estrellas de la música que lo frecuentaban, y también por el incendio que lo arrasó en el 2008.

Lo que ardía sin control era el corazón de Amy, y después su vida entera, a partir de su relación con Blake Fielder-Civil, un personaje extravagante, de aire arrabalero, con un empleo menor en la industria musical. Fue el gran amor de la cantante y junto a él se fraguó el epicentro del melodrama, el núcleo de pasiones que agitaba la vida de Amy y atiborraba a los medios sensacionalistas de munición poderosa: imágenes de un amor erosivo, carne de portada en The Sun, presencia diaria en los papeles gratuitos del metro, día tras día, fija como la parrilla de televisión.

El nudo

La ruptura con Blake, ya convertido por presencia o por ausencia en personaje imprescindible del melodrama, fue, por supuesto, tempestuosa. Ahí se sitúa la caída irremisible de la cantante en la espiral de las adicciones. Amy todavía no era una gran estrella, pero en la vivencia extrema de su drama emocional, en las aflicciones a las que la sometían los recuerdos y las drogas, se estaba larvando su gran disco: imposible no verle el calado autobiográfico a Love is a Losing Game, You Know I?m No Good o, sobre todo, Rehab, con su famosa resistencia a la curación: «Querían llevarme a rehabilitación, y yo decía no, no, no».

Pero sí que la llevaron, sí, sí, sí; hubo intentos de tratamiento, recuperaciones y recaídas, más madera para los tabloides, que en las fotos de Amy con aspecto demacrado, en los juicios moralistas sobre su estilo de vida, dieron con un estereotipo rentable, el de la jovencita estelar paseándose por el lado salvaje. Muy a su pesar, se convirtió en compañera de página de Pete Doherty, de quien más tarde se haría amiga, para escarnio de puritanos, juntos el hambre y las ganas de comer, opio para el pueblo; cualquier lector cerraba el periódico en esos años convencido de que así era un día cualquiera en Inglaterra: otro soldado británico que muere en Afganistán, otro partido del Liverpool sin pasar del empate, otra vez que Amy aparece perjudicada tras un colocón, nada nuevo bajo el sol.

Y Mitch, el padre taxista, aparecía también, imploraba ayuda para reconducirla. No resolvió nada la reconciliación y boda-relámpago con Blake, que tan rápido como reapareció en escena volvió a desaparecer, como fulminado por el lápiz implacable del guionista del drama: lo mandaron a la cárcel por un oscuro asunto de agresiones e intentos de soborno y, aunque por un momento ella parecía dispuesta a agregarle un tocado de viuda temporal al conjunto de pin-up, ahí se acabó la historia.

El desenlace

Sus problemas personales dificultaban a Amy no solo el regreso con nuevas canciones que se esperaban con anhelo, sino también la defensa digna de su repertorio. Ahora, otra imagen típica de la cantante: en escena, dando tumbos, olvidando estrofas, incapaz de interpretar con ganas; los músicos al fondo, intercambiando miradas y risillas nerviosas o avergonzadas, como si no tuviesen claro si en aquello había algo de impostura; el público protestando, que había pagado por una voz de ángel, y no por aquel espectáculo. El último capítulo fue hace unas semanas, en Belgrado, donde Amy, otra vez, no estaba en condiciones. Después se canceló toda su gira de verano.

Últimamente, Amy había amadrinado a otra cantante londinense, Dionne Bromfield, también con voz portentosa y querencia al jazz ligero; la había señalado como su heredera. La respaldó en su lanzamiento y con ella apareció por última vez, dos días antes de morir, sobre el escenario del Roundhouse, la famosa casa redonda de conciertos, en Camden Town, cerca de su apartamento. Cantaba la niña Dionne y Amy, con mejor aspecto que en ocasiones recientes, subió al escenario, se movió al ritmo de la música y desapareció sin cantar nada, ni una palabra. Un final absurdo, otra ocasión perdida para la voz del ángel.

En Una historia del Bronx, Lorenzo, el padre abnegado que se resiste a que el hijo pierda el rumbo sin remedio, le repite una y otra vez a Calogero: «No hay nada más triste que el talento malgastado». En esta historia de Camden Town, quizá le haya dicho lo mismo Mitch Winehouse a la hija descarriada. Si es triste malgastar el talento, dejar pasar la fortuna de un don, entonces la de Amy Winehouse es la historia más triste del mundo.