Los gallegos se enganchan a la moda a flor de piel

Por Sandra Faginas

SANTIAGO

Los locales que tatúan y hacen pírsines no sufren la crisis. Cada día, cientos de jóvenes y no tan jóvenes se suman a la tendencia que arrasa entre las «celebrities»

17 jul 2011 . Actualizado a las 14:03 h.

César Casado tiene 18 años, la edad que lleva esperando alcanzar para poder ponerse su primer tatuaje, y por fin ha cumplido su deseo. Tiene el lateral de la pierna, desde el tobillo a la rodilla, dibujado con dos dragones que ahora mismo le sangran, y no es una metáfora, pero él niega con la cabeza cuando se le pregunta si le duele o si le ha dolido durante la sesión. «Hombre, notas un poco de molestia, además lo de la sangre es normal. Me lo acabo de hacer justo ahora». Su madre lo acompaña por si tiene dificultades al andar, y, tras asumir las recomendaciones que le dan en el local sobre la no exposición al sol y el uso de antiinflamatorios, abona los 180 euros de rigor. «Te espero la semana que viene», le espeta su tatuador, que tendrá que revisarle el trabajo dentro de siete días. Y es que ese es el protocolo normal de Katattomba, un clásico de A Coruña, abierto desde hace 15 años, cuando los tatuajes eran algo más marginal.

Porque, como César Casado, cada día son más los jóvenes que se suman a esta moda de grabarse de por vida la piel con tinta o agujereársela. Al menos el 25 % de los adolescentes españoles llevan un pirsin, según un estudio que se presentó el mes pasado en el 31.º Congreso de la Sociedad Española de Medicina de Familia y Comunitaria. Y aunque no hay cifras oficiales de cuánta gente está tatuada o no, «un dato significativo -explica Alberto Cortiñas, dueño de Katattomba- es el aumento de locales dedicados a este oficio». «Cuando yo empecé en 1998 -continúa-, aquí había dos locales, ahora somos 15, y no te quiero contar la cantidad de gente que lo hace de forma nada ortodoxa, en sus casas».

De ahí la sensibilización por parte de los médicos, que advierten, como el doctor Vázquez Veiga, jefe de dermatología del CHUS, de los peligros de estas prácticas, que pueden provocar el contagio de VIH o hepatitis C, así como infecciones en la piel.

El intrusismo afecta cada vez más a este tipo de negocios, cuyo único requisito para abrir es que el tatuador haya realizado un curso higiénico-sanitario de la Xunta, y por supuesto cumplir con todas las normas que le exige la Administración respecto al uso de tintas homologadas, agujas desechables y limpieza de metales. Unas condiciones que deben cumplir a rajatabla, pero que otros que tatúan en casa no hacen. Esa misma denuncia la expone Román Alejandro González Martínez, dueño de Yakuzza, un local de Vigo: «Llevo siete años aquí, y durante los últimos tres he notado un bajón, y no solo por la crisis. Desde las Administraciones deberían preocuparse más de la gente que se dedica a esto clandestinamente».

Copiar a Beckham y a Rihanna

La crisis a este sector realmente le ha afectado poco: cada vez los tatuajes están socialmente más aceptados y han dejado de ser una marca de grupo marginal que, antiguamente, se asociaba a marineros, presidiarios y ambientes muy alejados del star system. Hoy, en cambio, son las celebrities las que marcan tendencia a una juventud que imita a sus ídolos deportivos y artísticos. Por eso, el tatuaje ha ido abandonando su significado, también en su designación verbal -ahora se habla de tattoos- para convertirse en una cuestión estética.

David Gómez Sánchez, del estudio Delicatessen, de A Coruña, lo explica así: «En estos diez años que llevamos abiertos la sociedad ha cambiado mucho y, ahora mismo, no es extraño que un dependiente de la Planta Joven de El Corte Inglés esté tatuado. Lo que más nos piden los chicos son los angelitos de Beckham, y las crías, las estrellitas de Rihanna». Ese furor por las estrellitas lo confirma con cara de saturación Alberto Cortiñas, de Katattomba, que lo define «como una plaga», que acepta como parte de un negocio que le da para vivir a él, a su hermana y a varios empleados.

de 50 a 2.000 euros por tatuaje

Durante la entrevista, Katattomba se convierte en un constante chorreo de gente que pide cita (su agenda es amplia), pregunta y paga. «Lo mínimo -dice Cortiñas- son 50 euros para un tatuaje, pero todo depende del trabajo». En esos precios anda el mercado, alrededor de 120-150 euros por uno medio, que pueden ser 2.000 euros si se trata de una espalda entera.

«Nuestra clientela es muy variada. Vienen de muchos lugares. El año pasado tatuamos a una señora de 74 años, que se puso una bandera de España por el Mundial. Y, mira, mañana tengo previsto tatuar a una madre y a una hija juntas. También han venido jugadores del Dépor y, desde que descendió, ha habido toda una oleada de gente grabándose el escudo», concluye Cortiñas, quien aprendió el oficio probando en su propia piel y con un «colega» que le enseñó. Ahora, muchos licenciados en Bellas Artes ven una salida profesional en esto.

En otro nivel, económico y de edad, se mueven los pírsines, que rondan los 35-40 euros, y que suelen ser el quebradero de cabeza de muchos padres de adolescentes que se inician en la moda de trabajarse la piel. La mayoría de los locales siguen las mismas pautas cuando se trata de menores, y exigen un consentimiento firmado de uno de los progenitores, aunque todos coinciden en negarse a hacer pírsines a niños. «Una cosa es que te venga un chaval de 17 años y otra muy distinta una niña de 11, como el otro día me pedía una madre. Por supuesto, me negué», se indigna Román González.

Por eso, Mónica Sánchez, de 39 años, que espera para hacerse su primer tatuaje, lo tiene claro respecto a su hijo: «Yo vengo porque siempre me han gustado y no lo hago por dar morbo ni nada por el estilo. Y no se lo dejaría poner a mi hijo hasta la mayoría de edad. Si se arrepiente no quiero que me lo eche en cara».

De ahí que todos los locales tienen las mismas restricciones: no tatuar a menores, no hacerlo en zonas muy sensibles (plantas de los pies y manos), y nada de símbolos nazis o similares. «A veces, tenemos que hacer de psicólogos -apunta Cortiñas-, porque no vas a dejar que una chica joven se ponga el nombre de alguien con el que lleva dos meses saliendo. Si lo hace, por lo menos que sea pequeño o modificable». Y es que en una cosa todos están de acuerdo: el que se tatúa una vez, lo hará otra, porque según Amanda Mendoza, que tiene cinco tatuajes y piensa en otro, es adictivo, produce una curiosa sensación de dolor placentero, además de satisfacer cierto punto exhibicionista. «Para mí es cool», concluye.