¿En Lugo nunca pasa nada?

SANTIAGO

Hace ya un siglo, la ciudad se conmocionó con el asesinato del potentado Antonio Ledo a manos del procurador Abelardo taboada. El tiempo borra los recuerdos y en Lugo se hizo habitual la frase de que allí nunca pasa nada: un repaso a los sucesos de los últimos años revela, sin embargo, una realidad diferente

05 jun 2011 . Actualizado a las 06:00 h.

Va ya para tres décadas. Cada mañana y cada tarde Xesús Pérez pasea la plaza Maior y la calle de la Reina de Lugo, hacia la plaza de Santo Domingo. Allí dirige uno de los establecimientos más emblemáticos de la capital. En una mesa situada al fondo de su galería, comparte cada día un tiempo de animada charla con amigos y forasteros. Es una tertulia permanente. Xesús, persona muy versada en la historia de Lugo y de Galicia, y con una amplia cultura, relata con pasión los acontecimientos históricos más importantes. Desde la fundación de la capital hace más de dos mil años hasta la última pequeña mejora. Xesús es uno de esos muchos lucenses orgullosos por poder disfrutar de una ciudad tranquila y amable, en la que aparentemente nunca pasa nada.

-¿Qué hai de novo? -se preguntan cansinamente muchas mañanas quienes se acercan a esta tertulia-.

-Nada novo. Xa sabes, en Lugo nunca pasa nada.

Es la respuesta más escuchada. Y, sin embargo, en Lugo siempre pasa algo. Por mucho que la mayoría de los lucenses repitan hasta el aburrimiento que nunca pasa nada, que muy bien podrían haber convertido en un eslogan promocional, en Lugo siempre ocurre algo que además resulta llamativo. Algo que se sale de lo habitual. Porque bajo ese aparente clima de quietud y monotonía, bajo ese velo de casi perfecta beatitud, se esconde otro Lugo. Un Lugo invisible, en el que, muy a menudo, acontecimientos excepcionales sitúan la ciudad en la primera línea informativa. Y que hacen que ese otro Lugo que no está a la vista emerja a la luz de la realidad, con más frecuencia de lo que pudiera parecer.

Hace solo unos días, la ciudad y con ella la provincia volvieron a estremecerse. Fue al saber de la detención de varios conocidos convecinos, entre ellos Jorge Dorribo, uno de los más admirados y laureados empresarios. Se le acusa de presuntos delitos de fraude, evasión fiscal, blanqueo y falsificación documental. Un sobresalto tremendo. Puede que similar al que hace más de un siglo, un 6 de junio de 1904 conmocionó a la entonces pequeña capital provinciana al saberse que un personaje también muy popular, el procurador Abelardo Taboada había asesinado al conocido potentado Antonio Ledo, a quien había invitado a cenar en su casa con este único fin. Dos de los protagonistas más relevantes de la sociedad de entonces protagonizando un suceso que recuperó y narró con extraordinaria maestría el periodista Juan Soto, décadas más tarde.

Y entre un suceso y otro, en este siglo de vida provinciana, decenas, quizás cientos de historias, algunas sórdidas, que trastornaron la vida pausada de la capital. En Lugo se quiere creer que nunca ocurren hechos excepcionales. Y, sin embargo, a nada que se recurra a la memoria colectiva se suceden los episodios que llevaron a los lucenses, en este tiempo, a vivir de sobresalto en sobresalto. Puede también que el paso del tiempo haya impuesto la costumbre de dirigir la vista hacia otro lado cuando ocurre algo anómalo e inusual. Quizás para poder seguir defendiendo la teoría de la placidez y la calma.

Aunque esa quietud existe. Y fue ella y la idea generalizada de que en Lugo nunca pasa nada lo que llevó a Juan Pujol a ocultarse durante algún tiempo en una céntrica calle de la capital de la provincia. Allí llegó de la mano de la oriunda Araceli González Carballo, a la que había conocido en Burgos y con la que casó en Madrid. Los buenos oficios de Garbo, como se hacía llamar, permitieron culminar con éxito la operación Overlod, que posibilitó el desembarco de Normandía. Hoy, que su vida ha sido llevada al cine, se le recuerda como el hombre que supo engañar a Hitler, jugando magistralmente el papel de doble agente. Su buen quehacer le valió la más alta distinción del Imperio británico y el que la prensa de este país dijese que fue «el espía que salvó Europa». Se dice que algunos nazis encontraron también refugio, tras la contienda europea, en esta ciudad.

Ciudad tranquila y apacible de la que salió y regresa siempre que puede otro personaje de vida azarosa, cuyas andanzas también pudieran ser objeto de un guion cinematográfico. José Amedo, la cara más visible de la guerra sucia contra el terrorismo etarra, sorprendió a sus convecinos con sus hazañas bélicas. Y muchos pudieron narrar y hasta presumir de conocerlo y tratarlos a él y a su familia. Durante meses, Amedo fue en Lugo tema único de conversación. Y como tantas veces, los lucenses contaron y no pararon episodios de todo tipo de su popular convecino.

Asesinatos múltiples

Hubo un tiempo en el que a los periodistas que informaban para los medios nacionales se les reprochó la mala imagen que transmitían de la ciudad y de la provincia. Algún alcalde incluso tuvo la torpeza de mostrar su malestar a los responsables de estos medios. Eran los años ochenta. Aquellos años convulsos en los que toda España se conmocionó al saber que Marcelino Ares Rielo se echaba la escopeta al hombro y acababa con la vida de cuatro convecinos, por una disputa sobre la propiedad de cuatro robles. Ocurría en una mañana otoñal del 83 en la parroquia de Gomesende, municipio de Pol, y los árboles que provocaron la tragedia fueron valorados en 10.000 pesetas. Seis años después, en la primavera del 89, el espectro de Marcelino planeó sobre la provincia. Pero esta vez en la parroquia chantadina de Surribas. Allí Paulino Fernández, un labrador de 64 años, presa de un ataque de locura, asesinó a seis vecinos e hirió a otros siete antes de plantarle fuego a su humilde casa de piedra, con todos los animales dentro. Después se suicidó.

Las matanzas de Pol y Chantada llevaron a esta provincia en la que nunca pasa nada a los telediarios y a las primeras páginas de todos los diarios españoles. Con gran malestar por parte de quienes entendían que una provincia que rondaba los 150.000 habitantes únicamente llamaba la atención de los grandes medios cuando en ella se protagonizaban episodios macabros.

Pero la realidad se imponía. Hacía ya tiempo que la ciudad había despertado de un largo letargo. Aún no había digerido la presencia de un comando etarra para hacerse con varios cientos de documentos de identidad, porque como lugar en el que nunca pasa nada, a nadie se le había ocurrido que habían de estar custodiados, cuando a finales de los setenta se supo que uno de sus vecinos más conocidos por regentar el pub más transitado y popular de la capital acababa de sucumbir al rentable negocio de la droga, que comenzaba a dar sus primeros pasos en Galicia. El sarriano Manuel Torres, Niñé, transportaba en su coche un centenar de kilos de hachís cuando fue detenido. Parecía imposible. El gran animador de la noche lucense, el mecenas de equipos deportivos, el hombre amable que caminaba por la ciudad saludando a propios y extraños daba un aldabonazo en la conciencia colectiva. Fue algo así como despertar de un sueño. Y durante meses Niñé volvió a protagonizar las charlas de café, las tertulias y las páginas de los periódicos.

Todo Lugo conocía a Niñé. Una gran parte de la ciudad había pasado por su pub, donde él derrochaba simpatía. Y muchos dijeron luego sospechar de sus actividades extrahosteleras.

Ocurrió como con Pandora. Una artista porno, llamada Francisca Soto García, que llegó a la capital tras ser expulsada de otras ciudades españolas. Por los burdeles que regentaba, Atlantis y Galileo, y en los que exhibía su espectáculo pornográfico, ayudándose de un perro de gran tamaño, llamado Yuma, pasó media ciudad y otra media provincia. Casi todos en Lugo conocían a Pandora. Quienes no había presenciado su espectáculo pornoperruno, tropezaban con ella en el supermercado o en cualquier café de la plaza Maior. Y, sin embargo, todos quedaron conmocionados cuando la artista porno fue detenida por graves delitos relacionados con la prostitución. Pandora mantenía recluidas contra su voluntad a numerosas jóvenes menores de edad, a las que prostituía y a alguna de las cuales hizo abortar obligándola a cargar con bombonas de butano en pleno embarazo.

Lugo quedó entonces, hace de esto una docena de años, conmocionado. Como en otras muchas ocasiones. Y pudieron escucharse voces por la pasividad de los responsables del orden contra una práctica que muchos parecían conocer y todos querían ignorar. Y es que los lucenses, que nunca fueron muy dados a las protestas, protagonizaron episodios de rebeldía que quedan destacados en los recuerdos.

Rebeldías sonadas

Ocurrió en los inicios de la democracia, cuando la figura de un Manuel Fraga, iracundo, sacándose la chaqueta y abalanzándose hacia los que lo criticaban, recorrió medio mundo. Fue durante un mitin en el viejo Palacio de los Deportes, en un enfrentamiento abierto con quienes se permitían recordarle su pasado. El mismo escenario que años después sería testigo de la agresión de seguidores del emblemático club de baloncesto Breogán a los árbitros Mateo Ramos y Alzuria, a los que atraparon en una portería de balonmano por entender que contribuyeron a la derrota del equipo, lo que suponía su descenso. «Golpe de Estado en el pabellón», tituló a la mañana siguiente la prensa local, para escenificar la retención y posterior agresión de los colegiados durante horas. Todavía hoy en algunas canchas españolas pueden escucharse los gritos de «¡Breogán, Breogán!» cuando las aficiones quieren mostrar su malestar con los colegiados.

El primer comité despedido

Sucedió también en diciembre de 1987 con el cierre de la factoría de Alúmina-Aluminio de San Ciprián, adonde habían sido llevados bidones del Casón, de cuyo contenido se desconocía su peligrosidad. Se paralizó totalmente la producción de la tercera factoría mundial de aluminio con miles de millones de pesetas de pérdidas. Y se despidió, por primera vez en España, a todo el comité de empresa, al responsabilizarlo de los incidentes. Había ocurrido años antes, en lo que se llamó la guerra de los cayados, cuando un grupo de labriegos hizo frente con este utensilio a las fuerzas del orden, en una protesta por la cuota láctea.