El inventor de la calculadoraEl año del coche eléctrico

? Fernando Salgado

SANTIAGO

? La primera calculadora capaz de realizar en un santiamén las cuatro operaciones aritméticas básicas fue inventada por el librepensador estradense Ramón Verea. Registrado el 10 de septiembre de 1878 en Nueva York, patente de invención número 207.918, el artilugio se exhibe hoy en la sede central de la compañía IBM como un rudimentario antecedente del ordenador.

06 mar 2011 . Actualizado a las 06:00 h.

La calculating machine de Ramón Verea, fabricada en hierro y acero, pesaba 23 kilos y medía 35 centímetros de largo, 30 de ancho y 20 de alto. Multiplicaba y dividía números de hasta nueve y seis cifras en cada factor, siempre que el producto no superara los quince dígitos. Las calculadoras precedentes, algunas avaladas por apellidos tan ilustres como los de Pascal o Leibniz, eran una antigualla comparadas con la patentada por aquel gallego que residía en Nueva York.

La máquina tuvo amplia resonancia en la prensa del momento, tanto en España como en Estados Unidos. José Pérez Morris, en La ilustración gallega y asturiana, advertía en 1881 que era «la única en el mundo que practica por entero las cuatro principales operaciones de la aritmética, a diferencia de las anteriores, que solo sumaban y restaban». El invento encontraba asimismo eco en Scientific American, una prestigiosa revista de divulgación científica, y en Le courrier des Etats-Unis, diario norteamericano que se publicaba en francés.

Por su parte, el New York Herald, un periódico de gran circulación que años antes había patrocinado la expedición de Stanley para buscar al explorador Livingston, se maravillaba ante el artefacto: «Nada parece más paradójico que hacer las operaciones de aritmética, que parecen pertenecer exclusivamente al entendimiento, por medio de una combinación de piezas metálicas». «Con una vuelta de una pequeña cigüeña por cada número del multiplicador -proseguía el Herald- el producto aparece en discos. La operación es casi instantánea, y la exactitud indispensable».

«AMOR NACIONAL»

Sorprendentemente, el creador de aquel dispositivo, novedoso «en el principio fundamental y en sus detalles más esenciales», no lo quiso comercializar. Y sería un suizo, Otto Steiger, quien, sobre la base técnica propuesta por el gallego, construyó catorce años después la primera calculadora fabricada en serie: la millonaria.

La negativa a rentabilizar su patente tiene que ver con los motivos que impulsaron a Verea a desarrollar su calculadora: el entretenimiento, el afán de contribuir al adelanto de la ciencia, un poco de amor propio y un «mucho de amor nacional: el deseo de probar que en genio inventivo un español puede dejar atrás a las eminencias de las naciones más cultas». Años antes de que Unamuno lanzase su famoso «¡que inventen ellos!», el exabrupto ya había sido hecho trizas por un emigrante gallego de A Estrada.

Quien se asome a la vida de Ramón Verea, de la mano de sus tres principales biógrafos -Pérez Morris, Alberto Vilanova en su monumental Los gallegos en la Argentina y Olimpio Arca Caldas-, descubrirá una personalidad fascinante. Nacido en la parroquia estradense de San Miguel de Curantes en 1833, ni sus estudios compostelanos -dos años de Filosofía y Letras, seis años de Seminario- ni las mediocres calificaciones obtenidas permitían presagiar su pasión por la mecánica ni sus aptitudes para la innovación. De hecho, transterrado durante dos tercios de su vida, se ganó el pan y malvivió como escritor y editor de periódicos en Cuba, Estados Unidos, Guatemala y Buenos Aires.

Librepensador que bebe en el manantial del socialismo utópico, Ramón Verea fustiga la religión y la monarquía. En 1890 recopila un racimo de artículos publicados en El Progreso, revista fundada y dirigida por él en Nueva York, y compone un volumen de título inequívoco: Contra el altar y el trono. «La idea de Dios fue engendrada por el miedo», escribe. El feminismo y las sufragistas también tienen en Verea un pionero. «Mientras el hombre se considere el amo de la mujer -proclama en 1884-, mientras le niegue la igualdad civil, mientras no la mida con la misma vara que a sí mismo, no podrá decir con verdad que ha dado un paso en la senda del verdadero progreso».

Asombra aún más, en fecha tan temprana y en un hombre de su formación, escuchar los sagaces argumentos económicos de Ramón Verea. Por ejemplo, al referirse a los capitalistas extranjeros que se apropian en España del valor añadido: «Ellos se han apoderado de gran parte de nuestro comercio y de nuestras manufacturas; nos compran a bajo precio la materia prima y nos la venden luego elaborada quedándoles una ganancia que debiera repartirse entre nosotros. Si nos dan uno, nos llevan diez».

O cuando aconseja emigrar a América, «donde sobran terrenos y faltan brazos», lo que permitiría incrementar las rentas en Galicia y favorecer su especialización ganadera: «Mejor estarán los que se queden, porque faltando brazos será mejor remunerado el trabajo y podrán dedicarse a la cría de ganados muchos terrenos que hoy están a cultivo y cuyos productos no remuneran los gastos. Duro es abandonar por primera vez la patria que nos vio nacer, pero más duro es vivir siempre en la miseria».

Este era el hombre que patentó la primera calculadora en 1878, que ya antes había inventado en Cuba una plegadora de periódicos y que siempre defendió el espíritu de conquista, pero con nuevas armas: la patente en vez de la espada y el taller industrial en lugar de la artillería. «Si por nuestro atraso material no podemos construir máquinas -decía con humildad-, aprendamos tan siquiera a manejarlas».

Dice la prensa británica que el 2011, sin ir más lejos, va a ser el año del coche eléctrico. Allí están espantados con el precio del petróle; hace ya un tiempo fijaron el listón de 108 dólares el barril como precio límite para reevaluar su política energética y empezar a poner en marcha los motores sin explosión. Aquel listón se superó, y los expertos dicen que a partir de esa cifra empiezan a cobrar verdadera rentabilidad las alternativas a los combustibles fósiles.

Desde luego, no son como nosotros. En primer lugar, mientras nuestro Gobierno reducía la velocidad máxima permitida al tráfico rodado, el suyo la aumentaba. El incremento de las velocidades máximas tiene visos de libertad y de progresividad: el que consiga ahorrar yendo más despacio, puede hacerlo; el que esté forrado de esterlinas y quiera circular a toda mecha, que lo haga. El recorte de las velocidades máximas también tendrá su lógica, seguramente, pero este torpe comentarista aún no se la ha encontrado. Estamos a la espera del ministro Sebastián para que nos ilumine.

En la pérfida Albión, el departamento que diseña y vigila estos asuntos se denomina algo así como Oficina de la Energía y del Cambio Climático. ¡Vaya desfachatez, relacionar el negocio energético con el cambio climático! Aquí el único cambio que planean los gestores de la energía es el de la tarifa; hacia arriba, claro. Tenía razón aquel ministro socialista -bueno, para ser más exactos, del PSOE- que dijo, ya hace unos decenios, que este era un país estupendo para hacerse rico. Le faltó completar la frase: es un país fatal para ser pobre.

Veremos, pues, a los británicos circular a la velocidad que puedan en coches eléctricos por sus humildes carreteritas. Veremos a los españoles con sus coches alemanes de alto caballaje parados por falta de presupuesto para pagar el oro negro, o bufando a 110. Y no nos decidiremos por el coche eléctrico hasta que una Victoria Beckam, bajando de su glamoroso utilitario a pilas, nos restriegue por los morros que lo que se lleva de verdad no es aparentar, sino dejarse de humos y de despilfarros.

Busto de Ramón Verea en la parroquia estradense de Curantes, su lugar de nacimiento | MARCOS MÍGUEZ