30 jun 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Dicen que todos los aficionados llevan un entrenador dentro de sí, pero el 11 de julio del 2010 quise ser Iniesta y sentir lo que es marcar un gol en la final del Mundial. Aquel derechazo nos puso de acuerdo a todos. Ahora el seis de España está disputando otra final, la de su adiós. Un partido decisivo que muy pocos, sean deportistas o no, han sabido jugar nunca. Y también ahí, en pleno otoño profesional, me reconozco a su lado. Sostiene Iniesta que desde los 30 lleva escuchando que está viejo. Y lo dice con melancolía, no enfadado, ni retador. Puede jugar o no mañana contra Rusia, pero nadie encontrará un reproche en él, que en estos últimos cuatro años ha ganado una Champions, un Mundial de clubes y una Supercopa europea, así como tres Ligas, cuatro Copas y una Supercopa. Un palmarés por el que cualquier aficionado mataría para que lo tuviera su club.

Porque la figura de Iniesta se gestó en el brillo de las finales ganadas, los goles, las asistencias imposibles y la injusticia eterna por no haber levantado un Balón de Oro. Aunque sobre todo este centrocampista de leyenda mira al mundo desde pequeñas cosas, escondidas detrás de un físico aparentemente quebradizo, pero que nos vuelven felices y agradecidos a los aficionados. Son el gesto medido, la mano tendida, la mirada sincera y la palabra exacta. Iniesta nunca nos dejará solos. Se esconderá en todo aquello que nos reconcilia con el fútbol, ese modo de jugar y comportarse, o simplemente ser, que Riazor aplaudió en pleno tanatorio por el descenso. Esas hojas secas en un rincón que nos devolverán la imagen de un jugador único.