Cuando yo tenía dieciséis años, edad en la que la sangre te hierve en las venas, tu casa ejercía en mí una atracción irresistible, que me trasladaba más allá de las últimas constelaciones donde todo es ternura e impera lo más sublime. ¿Por qué me henchía de tanto placer mirar hacia tu casa? ¿Por qué me cautivaba hasta el delirio? ¿Acaso se hallaba hechizada? Desde allí se divisaba una panorámica fascinante, pero no era la causa de aquellos sentimientos tan hondos, tan excitantes.
En realidad, tú eras el imán, la luz, el paraíso. Yo, por aquel entonces, conocí a qué sonaban las palpitaciones de un corazón que galopaba y amenazaba con hacerse trizas. Me había enamorado de ti de manera arrolladora, sin límites. ¡Cómo quemaba el primer gran amor! Pasaba el tiempo soñando contemplar los ojos más bonitos del universo, en perderme en tu mirada turbadora, en tu sonrisa que era como un amanecer. Andaba como alucinado y no cesaba de mirar hacia tus ventanas, ansiando que te asomaras y se produjera el milagro. ¿Cuántas veces no paseé por delante de tu casa solo para tener la dicha de verte? Todo lo que tú tocabas quedaba impregnado por el embrujo de tu hermosura. Yo te seguía viendo con el alma, como si no te hubieras ausentado.
Los ríos de la vida torcieron sus cursos y nos tocó navegar por cauces divergentes. Este verano he tenido la oportunidad de pasar por delante de tu casa. Hace muchos años que su puerta y ventanas permanecen cerradas. Todo es quietud y silencio. Confieso que según me iba acercando me dio un vuelco el corazón y todos los bellos recuerdos se agolparon de repente. Percibí el aroma de aquel amor oxigenado, puro, más deslumbrante que la luz del sol. Por un instante tuve la impresión de que saldrías a mi encuentro. No fue así, pero te sentí como en aquella edad de infinitas vibraciones, como una cascada mágica, como un sueño divino. Pensé que las cosas lindas nunca envejecen. Son las que te hacen vivir.
Francisco Blanco Rodríguez. 82 anos. A Coruña.