Solo hallaba consuelo en aquellos lienzos y únicamente mientras los pintaba.
Desde que su consorte había descubierto que esas obras podían aportarle beneficios, se los arrebataba apenas los concluía para venderlos en aquel cuchitril que pretendía ser un comercio de decoración. Y si el cuadro no se vendía, se lo devolvía tras haberlo cubierto con una buena capa de blanco para reciclar la tela.
Le angustiaba ver sus obras así arruinadas, con lo que se esforzaba en crear pinturas fácilmente vendibles para no sentir el dolor de la pérdida. Pero un trabajo alienante, una vida social exigua y un matrimonio fracasado hacían que sus creaciones fueran cada vez más tétricas. Y el ver a sus “hijos” de vuelta, amortajados en una capa de pintura blanca, le amargaba el alma y la inspiración. Hasta que conoció la leyenda del pintor Notcha.
Ilusionado, se esforzó en recordar su infancia y los paisajes luminosos que la envolvían. Se afanó en plasmarlo todo en la que sabía que sería su última pintura, transmitiéndole su esperanza y sus alegrías perdidas. Y el paisaje que iba surgiendo de su paleta emanaba una paz tan profunda que era capaz de solazar el espíritu más quebrantado.
Así lo percibió el autor, pero también su cónyuge, que tradujo mentalmente aquella belleza en pingües beneficios. Y le apremió a concluirla para ponerla pronto a la venta.
Él le pidió un par de jornadas y se encerró en el cuartucho donde pintaba.
Pasaron los dos días y la mujer aporreó la puerta reclamando el botín. Pero no escuchó sonido alguno. Cuando consiguió forzar la entrada se quedó extasiada ante la pintura y sintió un sosiego como nunca podría haber imaginado. Pero no encontró ni rastro del pintor. Era imposible que hubiera escapado de aquel recinto. No había otra salida que la puerta cerrada por dentro. Y aunque no se disgustó demasiado con la desaparición, adivinó que nunca más lo volvería a ver. Sobre todo cuando observó unas tenues huellas en el césped del lienzo que se perdían entre los árboles del fondo, desde los que se elevaba una tenue columna de humo que anunciaba un cálido y cercano hogar.
José Ignacio Ramos Calahorra. 59 anos. Ferrol.