La inspectora Clara Regueiro se siente abochornada por el olor a perfume caro que la envuelve. También se siente desnuda, pese a que lleva puestas las prendas más caras de su armario.
Extraña su uniforme, su traje de chaqueta y pantalón bajo el abrigo. Sabe que ha pagado un precio por cada muestra de respeto y reconocimiento, y el golpeteo de los flecos del vestido en las rodillas la humilla a cada paso. Los agentes le abren camino hasta la escena del crimen donde se encuentra con un nuevo fotograma que llevarse a sus peores sueños. La experiencia le ha enseñado que todos los cuerpos rotos se parecen. La sangre, los hematomas y los huesos quebrados danzan siempre de igual forma bajo los haces de luz de las sirenas. Sin embargo, esta vez la víctima es demasiado joven. Clara no lo intuye en su cara apenas reconocible, pero sí en esas proporciones todavía a la espera de un último reajuste.
Otra singularidad es la rosa. A la inspectora no le gustan los asesinos con complejo de artistas. Maldice a todas las películas que atenúan la violencia y la crueldad con inteligencia y un retorcido sentido de la justicia. La flor es un mensaje, una pista para un juego al que ella no quiere jugar y que plantea, con probabilidad, un asesino en serie.
Clara Regueiro se agacha mientras el charco de sangre repta hacia sus tacones. Comprueba con su mano enguantada que la rosa es natural y su olor fresco se confunde por un momento con el de su perfume; la transporta al imponente ramo sobre la mesa del restaurante en el que cenaba cuando la avisaron. Su mente viaja como un rayo del «tengo algo importante que decirte» al «si te marchas no esperes que vuelva a pedírtelo», del bolsillo abultado por una caja llena de promesas a la última mirada cargada de reproches.
El frío que se cuela entre sus piernas tiene muy poco que ver con la humedad del parque. Es la certeza de que jamás podrán entenderse. Para él, las rosas vienen en docenas decoradas por manos expertas. Para ella, son una sola, dos rojos contrapuestos en la mano inerte de una muñeca rota.
Eva M. Martínez. 45 anos. A Coruña.