Malo, malo, malo

Diana Touza

AL SOL

13 ago 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Todas las noches nos sentábamos solos los 6 hermanos, esperando sin rumbo a que llegara la hora de acostarse, si es que había alguna, en fila india en el sofá del salón, viendo todo lo que la televisión vomitaba, normalmente películas que no esperaban enfrente televidentes de tan corta edad.

Cada vez le tocaba a uno sentarse en la parte dura del sofá, el apoyabrazos, porque era la zona más cercana a la puerta, siempre muy abierta, por si el borracho de nuestro padre aparecía tambaleándose dispuesto a capturar a cualquiera que pillara.

Al primer sonido de llave lejana se daba la alarma y todos corríamos como conejos desorientados a las camas comuna, para evitar los dramas del alcohólico maltratador. Esa noche ponían una película de asesinos en serie, que nos mandaría a dormir a las mil, y mirando bajo la cama por si había alguien agazapado con un cuchillo.

¿Nuestro despertador? La sirena del colegio que, afortunadamente, estaba justo enfrente del bloque de pisos donde malvivíamos, por lo que sólo había que vestirse y salir corriendo como si nos persiguiera el mismo diablo, no fuera que aquel conserje viejo y malhumorado nos volviera a reñir por tener que esperar por esos andrajosos que siempre vislumbraba bajando la cuesta a trompicones, encima siempre enlamada, lo que no ayudaba a tan brutales carreras.

Cuánta envidia daban aquellos infantes que llegaban siempre entre algodones, bien vestidos, con una sonrosada piel provocada por los arrumacos de esos padres que los achuchaban. Cuánta ilusión me habría hecho tan sólo una vez ver a mi madre en la puerta del colegio, aunque sólo fuera para disfrutar de ese beso amoroso que imponía la despedida del vástago.

Beso que, por supuesto yo nunca recibía, ni allí, ni en ningún otro lugar. Ahora en la madurez a la que la propia vida te empuja, te percatas de que nada de lo que ocurría, ni las palizas de uno ni la desatención de la otra, eran culpa de aquel niño que, en su inocencia, pensaba que su mundo era el único que existía, y la falta de cariño la única opción.

Bendita fortaleza que ha hecho posible la transición de una infancia cruel a una vida adulta feliz, aunque, como a mayor lucidez menor perdón, con mucho rencor en el alma. Y es que como siempre me dijo mi madre: eres malo, malo, malo.

Diana Touza. 48 años. Pontevedra.