La visita al psicólogo

Vicente Gianzo González RELATO

AL SOL

22 ago 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Lo nuestro fue una responsabilidad aceptada por ambas partes. No recuerdo desde cuando teníamos aquella complicidad pues, a decir verdad, nunca lo habíamos acordado de forma explícita. Nuestra sintonía formaba parte de nuestra propia estructura física. Ni siquiera existía un acuerdo tácito entre nosotros. Nunca se había firmado nada pero eso no era óbice para ser consecuente con el compromiso afectivo que nos unía. La situación se había ido enquistando con el paso del tiempo de forma alarmante. Estoy seguro de que ni él ni yo teníamos muy claro desde cuando las cosas no iban bien, pero resultaba evidente que aquello no funcionaba. Ya nada volvería a ser como antes.

Afirmaba el ilustre sociólogo Charles H. Cooley que el yo crece a partir de las interacciones sociales que el individuo ejerce con quienes le rodean; dicho con otras palabras, la visión de nosotros mismos viene derivada de la contemplación de las cualidades personales y de las impresiones de cómo los otros nos perciben. En realidad, nosotros no nos vemos como somos, creemos que somos como los demás nos ven. Profunda aclaración que me permite ahondar en mis íntimas sensaciones cual transido ser, afectado más en lo moral que en lo físico. Han transcurrido varios meses desde el primer desencuentro y el desconcierto entre ambos es continuo. Estoy desolado y ese estado de ánimo provoca en mí una fatal desafección personal. Por mi parte intento que mi resiliencia me permita superar este trance.

Tengo que aclarar que nunca había vivido una situación como la actual. Mi positivismo siempre fue evidente, mi vida transcurría mostrando una actitud realista y práctica, por lo menos hasta ahora. Era un pragmático convencido. Él formaba parte de mis más íntimas sensaciones. Era una consecuencia de la estructura de mi organismo. Sin embargo, parecía que trataba de ser autónomo, de ir a su libre albedrío, hasta me he preguntado si ya no querría saber nunca más de mí.

Su primer gran desacato, recuerdo, se produjo estando en una cafetería. No tuvo la decencia de avisarme, de darme una pequeña indicación sobre la engorrosa situación en la que me ponía y que originó nuestro primer gran problema, el primero de una infinidad de ellos. Así fue el principio de aquella perversa relación: una larga temporada dura y conflictiva. Mi autoestima se fue deteriorando rápidamente, motivo, entre otros, que me indujo a consultar con un especialista. Poco o nada conseguí con sus consejos, con sus razonamientos científicos. El tema se enquistaba, el tiempo transcurría veloz, y yo, envuelto en mi desesperación, decidí hacerle frente al problema. Tenía que diseñar y planificar una estrategia que me fuera útil y hasta ese momento no la había logrado.  

Me habían programado una larga y variada actividad prometiéndome que, si era disciplinado, en unos meses podría llegar a notar una ligera mejoría en mis miedos. A ello me brindé desde el primer día: sería obediente, eficaz y constante.

En el transcurso de aquellas primeras semanas, las situaciones fueron variopintas y, tratando de valorarlas, podía asegurar que cada cual resultaba más desagradable y engorrosa. El hecho era inapelable. Me habían operado de cáncer de colon y extirpado treinta centímetros de intestino. Tenía por delante meses de radio y de quimio. Pero nadie me había advertido del terrible tenesmo que, a buen seguro, me mantendría sentado regularmente y durante horas en el inodoro, ni de la incontinencia diarreica que esto producía. El esfínter ya no me hacía caso. Fue entonces cuando por mi cabeza pasó la idea de ir al psicólogo. Seguro que con una terapia adecuada, después de varias sesiones, conseguiría que el problema llegara a no ser importante para mí.

Vicente Gianzo González, sociólogo, 70 años, A Coruña.