Iso non volve na vida, dígocho eu».
En A Portela, la estación todavía está abierta -la de Portas tiene las puertas cerradas a cal y canto-. Pero la vida, realmente, ya no baja ni sube a los vagones. Está únicamente en la cantina que regenta Ana, en un negocio que antes era de su suegra. Recibe ella justo en el momento en el que se están despidiendo los clientes que vinieron a tomar el café de la sobremesa. La mujer cuenta que seguramente la tarde sea «algo muerta» hasta que llegue la hora de los vinos. Pero se equivoca. A los pocos minutos llegan Manuel Becerra y Miguel Barreiro. Piden dos Estrellas y pasan a tomárselas a las mesas exteriores, que en realidad son los andenes del tren reconvertidos en terraza. Se sientan y abren el cajón de los recuerdos. Empiezan hablando de los distintos trenes que vieron pasar y parar en A Portela: «Aos primeiros chamabámoslle os chacachá carbón, porque eran de carbón e despois viñeron os ferrobús», dice Manuel. «Si, si, e os seguintes foron os lombo camello, que lle chamabamos así aos trens tiñan como unhas xorobas. E os últimos son estes que andan agora, que lles chaman os rápidos, pero rápidos non son», añade Manuel.
Luego, ante la mirada atónica de Andrea, la hija de la cantinera, cuentan sus anécdotas en aquellos vagones que cogían en A Portela. «Eu ía con meu pai a Pontevedra e aí na estación había un niño de estorniños. Pois colliamos eu e outros rapaces os paxaros e metiámolos no tren... faciámoslle cada unha ao revisor», cuenta Miguel. «Eu recordo ás peixeiras de Vilaxoán vir co peixe no tren e repartir despois polas casas», añade Manuel. Bajan sus Estrellas y fluyen los recuerdos. Puede que las estaciones estén muertas. Pero la memoria del tren está viva. Y se deja escuchar bien en las cantinas.