Siendo la pequeña de una familia de ocho, Conchita podía huir de los niños. Pero hizo lo contrario. Dirige con tanto corazón como cabeza el colegio rural que está de moda entre Pontevedra y Vigo
15 sep 2024 . Actualizado a las 05:00 h.A Conchita Pérez, de pequeñita, su papá le compuso una canción. Contaba la historia de una niña que nació de casualidad en Pontevedra porque su padre era militar y que luego se iba a vivir a Madrid, a Cádiz, a Ferrol... Han pasado 43 años desde aquel entonces y a Conchita, que sigue siendo Conchita y no Concepción ni Concha, aún se le quiebra la voz tarareando esa copla. Le emociona pensar que ese progenitor que componía letras para su octava hija, para la pequeña de su enorme prole, y que se marchó muy pronto, víctima de un cáncer causado por el amianto, nunca llegó a saber que ella volvió a su Pontevedra natal. Que vive aquí y que ahora es la maestra Conchita, directora desde hace quince años del Colegio Rural Agrupado (CRA) de Vilaboa; un conjunto de cinco escuelas rurales que se han puesto de moda por el modelo educativo del que hacen bandera y que aumentan su matrícula cada año tanto con niños de este municipio pontevedrés como los que van hasta allí desde Pontevedra o Vigo.
Conchita, la pequeña de ocho vástagos de una familia natural de Ferrol pero con vida itinerante por la condición de militar del padre, nació cuando su hermana mayor tenía ya 21 años. Por tanto, fue la niña mimada y un tanto rebelde con muchas mamás a la vez. «La mayor ya era maestra, así que me llevaba con ella a la escuela. Por las tardes me quedaba en el colegio porque ella tenía reuniones... vivía allí. Así que lo de ser maestra lo mamé desde pequeña. Fíjate, cinco hermanas mujeres y las cinco somos maestras y los tres chicos militares», cuenta. En ese momento vuelve a emocionarse. Y lo hace porque cree que la huella de sus padres está también ahí: «Fíjate, mi padre era un hombre de 1932. Pero quería invertir dinero en que sus hijas mujeres estudiasen. A los varones les inculcó ser militares porque ahí no había que gastar dinero, pero en nosotras, en sus hijas, sí decidieron gastar en la universidad», señala.
De la oposición casi a Vilaboa
Ella empezó la carrera de Magisterio en Santiago cuando su progenitor ya había fallecido. Ahí descubrió la enorme vocación que tenía y también el amor. Porque conoció a Javi, que era de Vigo y hacía Derecho: «Me di cuenta de que los futuros abogados estudiaban muchísimo, si quería verlo tenía que ir a la biblioteca. Así que saqué unas notas buenísimas en la carrera y luego también aprobé la oposición a la primera. E hice Psicopedagogía también», señala entre risas. Pasó de puntillas dando clases por Ferrol y Vigo y, con dos años de experiencia, encontró el sitio donde quería estar: la escuela rural. Llegó ella entonces, en el 2007, a Vilaboa, a la parroquia de Paredes. Y se encontró una realidad que ahora suena mucho más habitual pero que entonces era una isla en Galicia: «En mi clase había trece niños marroquíes y cuatro gallegos. Fue una experiencia impresionante. Ahora mismo seguimos teniendo muchos niños cuyas familias vinieron de fuera, pero ellos ya nacieron y se criaron aquí. Son la segunda o la tercera generación», indica con pasión.
Conchita supo que se había enamorado de la escuela rural cuando empezaron a pasar los años y ella, lejos de querer irse de Vilaboa, apostó por ser la directora del centro, un cargo en el que lleva quince años y le sigue entusiasmando. ¿Por qué estas escuelas, unidas en un colegio rural agrupado pero cada una en una parroquia, tienen niños mientras otras tantas idénticas de toda Galicia se mueren? «Creo que logramos convertirnos en un referente pedagógico. Tenemos un trato familiar, apostamos por estar a la última en recursos educativos, a los profesores nos gusta lo que hacemos. Nos preocupamos por la diversidad y por la integración de todos los niños, destacamos en eso... Y encima tenemos un entorno envidiable en el rural que no queda lejos de Pontevedra ni de Vigo. ¿Qué más se puede pedir? », señala riéndose. Efectivamente, con esas premisas logran que los números de las matriculas les acompañen pese a que como las demás escuelas unitarias gallegas no cuentan con servicio de autobús o comedor.
Conchita le da una patada a muchos prejuicios sin necesidad de meterse en polémicas, tirando solo de lo que ve en las escuelas que dirige: «Hace años, cuando empecé, a veces costaba que los padres y madres inmigrantes viniesen al colegio y socializasen con las demás familias. Ahora no ocurre porque la mayoría de los progenitores ya crecieron aquí y están más occidentalizados», indica. Termina de hablar tan emocionada como empezó. Deseando que sean muchos más los que pueda dedicarse a un oficio que le parece «tan, tan bonito». Y pensando que ojalá, desde algún sitio, esté su padre, José María, viendo que su Conchita es maestra e independiente como él quería. Que también es madre, que tiene «una suegra que es un lujo» a la que sí o sí quiere citar en la entrevista, y que va por la vida sonriendo que es gerundio.