El padre Carlos, el hombre al que Dios trajo de Getafe a Pontevedra para ser ermitaño a los 44 años

María Hermida
María Hermida PONTEVEDRA / LA VOZ

PONTEVEDRA CIUDAD

Ramón Leiro

Está a prueba de su vida de retiro en la parroquia de Alba, donde pasa en silencio 18 horas al día: «¡Cómo puedo tener tanta suerte!», exclama con una enorme sonrisa

27 jun 2023 . Actualizado a las 12:36 h.

Es mediodía y la luz de este junio de tormentas y calor entra como un ciclón por el balcón abierto del salón de la casa rectoral de Alba (Pontevedra); un caserío de piedra en pleno Camino de Santiago, rodeado de huerta y jardín, al que los desconchados y las humedades heredadas de sus años de abandono no han privado de su belleza natural. Un cartel recibe al visitante: «Casa de misericordia». De puertas adentro, al principio, misterio. Hay un chaval entrando en un cuarto en cuya puerta se lee «habitación / bedroom»; hay otra joven trajinando en la cocina y otro más en una especie de humildísima capilla con las ventanas abiertas de par en par. Alguien se asoma por las escaleras. Reina el silencio sepulcral y todos sonríen. «¿Eres peregrina, verdad?», pregunta una mujer. «No, soy periodista y busco al ermitaño Carlos», se le contesta. Y ella apostilla: «Se ha retirado voy a ver si quiere venir».

La siguiente escena sobrecoge. Un hombre pequeño con una sonrisa tan grande como su cuerpo aparece en el vestíbulo. Es Carlos, el padre Carlos María, el hermano Carlos, un ermitaño de carne y hueso, del siglo XXI y de 44 años de edad. Se presenta, dejando claro que un hombre que gesticula como un torbellino puede a la vez transmitir infinita paz. El mundo parece pararse mientras él toma asiento en unos sofás de Ikea colocados sobre un salón con suelo de corcho raído y paredes que piden a gritos pintura y que, sin embargo, reflejan tanta luz que resultan cálidas y acogedoras.

El padre Carlos, vestido de hábito y sandalias de monje, con rosario en una muñeca y reloj digital en la otra, cuenta su vida. Lleva cinco meses en Pontevedra, viviendo en la casa rectoral de Alba, que le prestó el Arzobispado. Dice que está «a prueba para ser ermitaño» y su sonrisa se transforma en carcajada. Pero es cierto. Está a prueba. Vino para comprobar si el camino que cree que intuye Dios le marcó, el de la vida de retiro y voto de pobreza, es realmente el que debe seguir. Dice que no tiene dudas de que ha encontrado la paz, la felicidad y la tranquilidad en Alba. «Un síntoma ello es la alegría, porque estoy alegre todo el tiempo. Y otro es la quietud, porque ya no busco nada más. Esto es todo», dice él.

Sonriendo absolutamente todo el tiempo, Carlos viaja en el tiempo. Es madrileño de Getafe y se crio en una casa donde no se practicaba la religión. De hecho, su padre era anticlerical. En la adolescencia, la casualidad quiso que acudiese a un campamento de la parroquia. Lo hizo de carambola, porque no había sitio en el del Ayuntamiento. Y, en un principio, le horrorizó la idea. Pero las tornas fueron cambiando y al año siguiente repitió y viajó con sus compañeros a Covadonga. Lo recuerda bien: «Allí, a los pies de la virgen, tuve una experiencia muy fuerte. El Señor me habló», dice. Tenía poco más de 15 años.

Ni su familia, a la que no le gustó la idea de que fuese al seminario, ni él mismo le daban más de tres meses estudiando para ser cura. Pero se acabó convirtiéndose en sacerdote y fue destinado a Getafe. Se emociona cuando recuerda el día que, pasados los años, unos feligreses le hicieron un homenaje y acudieron sus progenitores: «Creo que fue la primera vez que mi padre se sacudió el fracaso que sentía y estuvo orgulloso de mí. Vio lo que yo significaba para aquella gente. Que no era oficiar una misa o celebrar un bautizo... que era mucho más. Y le vi orgulloso».

Hace ya unos tres años, el padre Carlos volvió a sentir la llamada de Dios. «Me decía que tenía que tenía que apartarme de todo, de la vida cotidiana y reunirme con él». Logró permiso de las autoridades eclesiásticas para experimentar la vida de ermitaño. Sabía que tenía que irse al norte. Y vino a Galicia, a dar vida a una casa de la Iglesia que llevaba años cerrada y sin uso.

¿Cómo vive un ermitaño? Carlos ríe, ríe mucho, y dice que es un ermitaño del siglo XXI, con voto de pobreza —reintegra el sueldo que le mantiene la Iglesia— y sin salir de la rectoral de Alba, pero conectado con el mundo. Narra su día a día: «Esto es una aventura. Por las mañanas atiendo a los peregrinos, no puede ser de otra manera estando en el Camino. Es una acogida muy personal, en la que charlamos y les doy la bendición. Luego siempre viene alguien, tengo una pequeña hospedería y aquí vienen personas que necesitan un descanso, que tienen que desconectar de todo para conectar con ellos mismos», señala. Se pasa unas seis horas al día socializando, frente a 18 en silencio. Lee, cuida el huerto, oficia misa diaria en la iglesia de Alba y escucha y recibe a quien pica en la puerta.

Habla de un hombre que venía de la cárcel y se prestó a limpiar la huerta; de familias que adecentaron un galpón en el jardín ahora reconvertido en comedor; de vecinos que le traen comida... Y concluye: «Dios me manda sus riquezas, que son las personas, vivo de la providencia». Charla así mientras su luz compite con el chorro de sol que cae sobre el salón. Él, confesor, se confiesa entonces. Y dice que antes de sentarse para la entrevista, preguntó a Dios. Y este le dijo: «Vete y escucha». Despide en el jardín, dando la bendición al forastero y con una exclamación que parece nacerle en el alma: «¡Cómo puedo tener tanta suerte!».