Ezquieta, el alto funcionario de Pontevedra que no perdió la calma ni cuando se enfrentó a una bomba

María Hermida
María Hermida PONTEVEDRA / LA VOZ

PONTEVEDRA CIUDAD

Manuel Ezquieta, que murió a los 87 años de edad, en una foto cedida por su familia.
Manuel Ezquieta, que murió a los 87 años de edad, en una foto cedida por su familia. Familia Ezquieta-Llamas

Fue secretario general del Gobierno Civil y vivió varias décadas con su familia en el edificio de la actual subdelegación. Falleció entre libros y cogido de la mano de los suyos

21 mar 2023 . Actualizado a las 15:07 h.

A menudo, el mundo se hace mejor con personas que caminan por él sin hacer demasiado ruido; de esas que estando en segundo plano son, directamente, imprescindibles. Así, dicen quienes le querían y conocían, pasó por la vida Manuel Ezquieta Fernández, que falleció en Pontevedra a los 87 años rodeado de los suyos, cuidado con mimo por su mujer y por sus hijos, y acompañado de sus libros, de esos cientos de ejemplares que tanto mimaba y que guardaba en su despacho. Antes de ser un lector empedernido en sus tiempos de jubilado, Ezquieta, serio, educado y de palabras justas, fue un alto funcionario fundamental en Pontevedra. Durante casi treinta años ocupó el cargo de secretario general del Gobierno Civil de Pontevedra. Su temple y su paciencia eran sus señas de identidad y, posiblemente, la clave para que lograse trabajar mano a mano con hasta nueve gobernadores civiles o subdelegados del Gobierno (que es como se denominan ahora). Su muerte se lleva un trozo de historia de Pontevedra y deja un hueco muy difícil de llenar en una casa en la que él, su mujer Carmen y su hija Itziar eran un equipo inseparable de tres (al que cada dos por tres se sumaban también Yago, el otro hijo, que vive prácticamente enfrente, su mujer Patricia y sus niños, Yago y Mario). 

Manuel Ezquieta nació en Pamplona. Iba para médico, o eso debía creer él cuando comenzó esos estudios universitarios. Pero enseguida vio que no era lo suyo y cambió totalmente de plano. Hizo Derecho y fue profesor en Deusto. Luego, se marchó a Madrid para ejercer el cargo de delegado de Turismo. Viajaba mucho a Galicia por cuestiones laborales y, en una de esas escapadas, conoció a Carmen Llamas, quince años más joven que él, pero el amor de su vida. Ni ella ni Galicia se apartaron ya nunca más de su existencia. Carmen y él se casaron, tuvieron a sus hijos Yago e Itziar y la familia se estableció en Pontevedra, donde él, funcionario de carrera, pasó a ser secretario del Gobierno Civil. Vivía, al igual que los sucesivos gobernadores, en la planta alta del actual edificio de la subdelegación. Así que era funcionario 24 horas. En aquellos tiempos en los que los móviles ni estaban ni se le esperaban, él, las pocas veces que accedía a salir para ir a la playa, se llevaba un macuto con una vieja radio. Su hija Itziar ríe y llora a la vez recordando a su padre en pleno arenal diciendo algo así como «aquí Delta 3, llamando a CPC» para comunicarse con la centralita. Para él, dice su hija, no había vacaciones. 

Con la autonomía aún en pañales y muchas competencias centralizadas, como funcionario del Gobierno Civil le tocó estar ahí, en segundo plano pero siempre activo, en acontecimientos muy dolorosos. Estuvo, en el año 1979, con las familias cuando aquel accidente del autobús se llevó la vida de 45 niños de Vigo en el río Órbigo. También aquel día de abril de 1980 en el que ardió el Teatro Principal de Pontevedra. Y, sin perder ese temple que le caracterizaba, se levantó de la cama también una madrugada alertado por el estruendo que había sonado en la parte de abajo de la subdelegación del Gobierno, donde vivía con su familia. Una bomba, un artefacto hecho con medio kilo de gelamonita, destrozó el acceso a este inmueble. Puertas y ventanas saltaron por los aires. Dice su hija que ni ese día ni nunca le vio perder la paciencia, y que fue con esa calma tan suya con la que también vivió el 23-F sin salir de la subdelegación en la que trabajaba y moraba. 

Se jubiló con el cariño de todos. Y comenzó entonces a pasear por Pontevedra, a pedirle a los suyos que le llevasen aquí y allí en coche y con una silla de playa para disfrutar del San Benito de Lérez o de lo que fuese necesario. Dice su hija Itziar que su padre, que tuvo salud de hierro hasta hace unos meses, se marchó con la llegada de la primavera; dejando huella profundísima pese a haber caminado de puntillas para no aportar más ruido en un mundo tan dado al estruendo.