El profesor de FP de Pontevedra que no pone exámenes y llega a los alumnos con sus tuits

María Hermida
María Hermida PONTEVEDRA / LA VOZ

PONTEVEDRA CIUDAD

Ricardo Fernández, en la huerta del CIFP Carlos Oroza de Pontevedra.
Ricardo Fernández, en la huerta del CIFP Carlos Oroza de Pontevedra. RAMON LEIRO

Ricardo Fernández, docente de cocina en el centro de formación en hostelería Carlos Oroza, dice que la principal conclusión tras toda una vida en las aulas es que no se puede dar a ningún estudiante por perdido

17 oct 2022 . Actualizado a las 19:09 h.

Por sus redes le conoceréis. Ricardo Fernández (A Estrada, 1968), profesor de cocina y pastelería en el centro de formación profesional Carlos Oroza de Pontevedra, es el hombre que está detrás de dos cuentas en Twitter o Instagram que se llaman Profesor FP-Ricardo Fernández Guerra. Tiene unos dos mil seguidores en cada una. Pero, como él dice, lo que le importa no es la cantidad, sino las interacciones que tiene y el mundo que le han abierto. Porque lo cierto es que frecuentemente cocineros reconocidos y docentes de toda España comentan con él. El otro día, por ejemplo, el televisivo Alberto Chicote le envidiaba sanamente las setas que Ricardo había encontrado en el monte. Pero reducir lo que es Ricardo a la redes sociales sería como querer meter en un tuit un libro entero. Él comenzó a bregarse en las redes sociales cuando vio que a muchos de sus alumnos les valía más un tuit o una foto en Instagram que ocho mil esquemas en clase; que prestaban más atención a esos caracteres que les entraban por la pantalla del todopoderoso móvil que a todo lo que él pudiese predicar desde la palestra. Pero el asunto de las redes sociales es solo la punta del iceberg de su manera de entender y practicar la enseñanza, que tiene mucho que ver con la razón pero que, sobre todo, está diseñada desde las tripas; buscando que los alumnos se apasionen con lo que hacen y eso les lleve a tomarse las cosas en serio

A Ricardo Fernández le marcó la vida ser el mayor de cinco hermanos en una familia de A Estrada donde las habas estaban contadas. Porque era buen estudiante y llegó a matricularse en la Universidad de Santiago, en Empresariales. Pero pronto se dio cuenta de que aquello de que sus padres gastasen 100 pesetas al día en transporte para mandarle a Compostela no era viable. Una casualidad le llevó hasta Pontevedra y ahí le ofrecieron ir de pinche a la cafetería de Celulosas, donde iba a cansarse de hacer bocadillos. Allí se bregó como ayudante de cocina e hizo pinitos de camarero. Eran tiempos en los que no dejaba pasar ninguna oportunidad de meterse unos duros en el bolsillo, así que los fines de semana hacía extras en el casino pontevedrés. 

Poco a poco, vio que aquel mundo le enganchaba. Y un día se decidió a matricularse en la Escuela de Hostelería de Santiago. Acertó. Se tituló y comenzó a trabajar en restaurantes. Pasó por el mítico Nixon de A Estrada y Santiago. Y empezó a mirar hacia arriba. Era cocinero y quería foguearse con los mejores. Así que un día cogió un tren para el País Vasco con la ilusión de plantarse en Lasarte y hablar con Martín Berasategui. Fue una aventura un poco loca, como él bien reconoce, porque se metió tropecientas horas en tren camino de las tierras vascas, habló unos minutos con Berasategui y volvió a subirse a aquel ferrocarril de paso lento. Pero la historia llegó a buen puerto, porque acabó trabajando con el consagrado cocinero, con el que ahora mantiene una estrecha amistad. El País Vasco lo cambió todo en su vida, tanto en el plano personal y laboral. 

Cuando dejó las tierras vascas (a las que vuelve permanentemente) lo hizo porque había empezado, casi de casualidad también, a aprobar oposiciones a la velocidad de la luz para ser auxiliar o cocinero en dependencias públicas. Trabajó en ese ámbito y, por insistencia de uno de sus hermanos, un día se planteó opositar para ser profesor de cocina. Aprobó. Y entonces se dio cuenta de algo que le sigue escociendo: «Non é o mesmo saber cociñar que dar clase de cociña. Noutros países, cando se aproba unha oposición no ámbito educativo, o profesorado vaise formar. Aquí de súpeto apareces nunha clase... Eu paseino mal. Non empecei realmente a disfrutar de dar clase ata hai de anos... e levo 23 no Carlos Oroza», indica. 

¿Y cómo es su forma de enseñar? Ricardo, cuando empieza el curso, le explica a sus alumnos que él es un servidor público, que está al servicio de ellos (a los que incluso llama clientes), que son sus familias las que le pagan con sus impuestos y que, por lo tanto, no puede defraudarlos. Les cuenta que, desde ese momento, firma un contrato con ellos. Dice que a veces la cara de los rapaces es un poema. A partir de ahí, este profesor parte, sobre todo, de la responsabilidad de los alumnos. Es decir, no ejerce control sobre absolutamente cada paso que dan. Les deja sus tiempos y, eso sí, exige trabajo diario. A cambio, ni hay exámenes ni deberes. «Non fai falta nada diso, eu vou vendo o traballo diario, vou pedindo que lean artigos sobre gastronomía, que investiguen... voulles dando tempos e, sobre todo, imos tomando decisións colectivas. Por exemplo, se nos propoñen cociñar para determinado acto, falámolo na clase, decidimos... non é unha imposición. E sempre, sempre aceptan»

A lo largo de los años fue sumando proyectos, compartidos con muchos compañeros. Dice que los que funcionan no se tocan, pero que cada curso hay que avanzar con los tiempos. Una de las iniciativas estrellas es el de la huerta del centro, que le funciona como un descomunal gancho porque los alumnos se involucran mucho más en una clase dinámica, en la que hay que salir al exterior a buscar unos tomates, que cuando estos vienen en bolsa del mercado. Además, aprenden un concepto que a él le parece fundamental tratándose de futuros cocineros: «Aprenden o que é a temporada, a traballar con cada produto no seu momento». Ricardo podría hablar horas de lo que supone contar con un proyecto de huerta tan potente. Pero se para en un detalle. Y explica lo que sucede cuando los alumnos de la FP Básica, esos chavales que no lograban llevar bien los cursos convencionales y están con esta alternativa educativa, ponen los pies sobre la tierra: «Con eles é incrible, porque non son rapaces aos que poidas ter sentados. Necesitan algo moito máis dinámico e é moi sorprendente o que se involucran. Algúns acaban facendo ciclos superiores... rapaces que chegan sen ánimo e acaban totalmente apaixoados». 

Los alumnos, efectivamente, no le van a la zaga en lo de involucrarse. Cuenta con orgullo que, fuera del horario de clases, todas las semanas hay un grupo que lo acompaña a la plaza de abastos para comprar lo que luego se cocinará y se servirá en el restaurante del centro educativo en el que estudian. Ahí, nuevamente, les deja a ellos la responsabilidad: «Teñen que administrar os cartos e, se sobra, imos aforrándoos para cando vaimos a facer saídas. Así é como empezan a funcionar como unha empresa. Por suposto, primeiro teñen que pensar en mercar calidade e dar ben de comer... pero a partires de aí poden tomar moitas decisións para intentar aforrar». 

Ricardo insiste en que él aprende todos los días de sus alumnos. Y tira de franqueza para confesar algo de lo que está arrepentido: «Antes, había veces que, ante un alumno moi difícil, de eses que che parecen imposibles, permitíame iso de pensar `este non vai chegar a nada na vida´. Recoñezo que o pensei así algunhas veces». Se llevó muchas bofetadas de realidad cuando se encontró a algunos de esos teóricos casos perdidos a los fogones de un buen restaurante, como pasteleros, excelentes camareros o siendo felices en un plano profesional distinto. Por eso ya no absolutamente da a nadie por perdido. Por eso, y porque su pedagogía es tanto cabeza como corazón.