Manolo, el pontevedrés que tiene al pueblo de su lado pero vive «un inferno»

María Hermida
María Hermida PONTEVEDRA / LA VOZ

PONTEVEDRA CIUDAD

Manolo Gallego, en el galpón en el que hace la comida ahora que su casa fue derribada.
Manolo Gallego, en el galpón en el que hace la comida ahora que su casa fue derribada. ADRIÁN BAÚLDE

«Teño pánico a acabar no cárcere» dice este hombre, que creía que lo peor que le podía pasar es que derribasen su casa hasta que, en medio de ese drama, lo acusaron de abuso sexual

19 jul 2022 . Actualizado a las 13:15 h.

Al otro lado del teléfono, Manolo Gallego suspira cuando se le dice que se le está esperando junto a su casa: «Casa, casa... eu xa non teño casa. Non me queda nada», susurra al otro lado de la línea. No miente. Las excavadoras están terminando de hacer su trabajo en la propiedad de este hombre de Leborei, un empinado lugar de la parroquia pontevedresa de Cerponzóns, a diez minutos en coche del centro de Pontevedra. Su misión es demoler la vivienda de Manolo. Las máquinas y los obreros lo han puesto todo patas arriba. Sin embargo, la propiedad sigue dando cuenta del carácter ordenado de su dueño. Los galpones donde guarda aperos de labranza están impolutos. La carretilla colocada en su sitio, la manguera preparada, la sulfatadora también, los árboles bien podados, el perro defendiendo la propiedad, el paseíllo de piedra en medio del jardín... Todo es ahora como una orquesta preparada para actuar a la que le falta el director, esa casa reducida a escombros.

A Manolo, que hace treinta años construyó una vivienda en suelo rústico ayudado por su padre, le derribaron su propiedad por cometer irregularidad urbanística. El hombre, de 67 años, que no niega que su casa estaba ilegal, creyó que esa sería su mayor pesadilla. Y lo está siendo, porque se está viendo obligado a dormir de prestado y no tiene ni idea de dónde acabará sus días. Pero, hoy por hoy, tiene encima algo peor. Le acusan de abuso sexual y, aunque su parroquia se ha revuelto para apoyarle, él se siente «no mesmísimo inferno».

Manolo aparece con el coche por la parte baja de su finca. Sus ojos están humedecidos y rojos. Viene de Pontevedra de tratar de dar de baja las tasas del alcantarillado y el IBI, ahora que su vivienda se ha borrado del mapa. Atraviesa una pequeña puerta de su finca y el perro lo saluda como si viese la gloria. Es el único momento en el que él sonríe. Luego, se sienta dentro del galpón sin apenas luz en el que ha metido cuatro tazas, unos platos y sartenes e incluso ha instalado un catre. Y da su versión de la historia que ha levantado a sus vecinos

Él llevaba tres décadas residiendo en la casa que acaba de ser derribada. Una vecina le denunció porque la vivienda carecía de permiso y estaba en suelo rústico. Él sabía que el problema que se le podía venir encima era grande. Unos y otros le recomendaron que pagase con la misma moneda y denunciase a su denunciante. Dice que se negó: «¿Que me molestaba a min a súa casa, aínda que a tivera tamén ilegal?». Pasó el tiempo y fue quedando claro que su propiedad iba a ser pasto de la piqueta. Le hicieron llegar una notificación sobre el derribo. Dice que se negó a cogerla «porque estaba moi indignado e me parecía moi inxusto todo isto». Así que un día se topó con las máquinas del derribo. Confiesa que su reacción fue mala y que acabó detenido. «Leváronme con eles, pero non pasou nada. Entendín que non me podía poñer así», señala. 

A los pocos días, mientras los operarios, con los que ahora tiene una relación cordial, seguían con los trabajos de demolición de su casa, recibió una llamada de la Policía Nacional. Le dijeron que tenía que acudir a comisaría y pensó que se trataba de un trámite relacionado con ese altercado que tuvo el primer día del derribo. Dice que cuando se sentó frente a los agentes y le explicaron lo que pasaba se quedó de piedra: «Dixéronme que unha veciña, que é a mesma que denunciou o tema da casa, me acusaba de tocamentos e de abuso sexual. Eu non podía crer o que me estaban dicindo, iso é unha tolemia». Pasó la noche en el calabozo y, al día siguiente quedó libre, con una obligación de no acercarse a menos de 30 metros de la denunciante

Esta orden implica que Manolo no puede acercarse al lugar donde tenía su casa, porque está a tiro de piedra de la vivienda de su vecina y denunciante. Sí puede acceder a la parte de abajo de la finca, donde pasa el día junto a sus cabras, gallinas y el perro. Pero cree que va a tener problemas: «Teño pánico a acabar no cárcere, veño aquí polos animais e porque non teño outro sitio máis que este galpón, pero veño con moito medo. Durmir, xa non durmo aquí, estou de prestado», indica. Sus vecinos (decenas de personas de toda la parroquia) hicieron el domingo una asamblea para apoyarlo y en esa reunión indicaron que, a su juicio, Manolo «ten máis de víctima que de acosador». Los paisanos quieren ayudarle a que, por lo menos, pueda salvar los muebles que ahora mismo están a la intemperie. Amén de manifestarse a diario para visibilizar el conflicto que hay en la aldea, donde más vecinos fueron denunciados por la misma mujer por causas distintas. Pero Manolo, por ahora y a cuenta de la denuncia por abusos, no puede acercarse a recoger esos muebles. Dice que la policía se brindó a acompañarle próximamente para que pueda hacer esas labores sin quebrantar la orden de alejamiento. Y a esa esperanza se agarra, porque tiene miedo de que una tormenta de verano arruine los pocos enseres que le quedan. 

Manolo no le ve buen final a su historia. Insiste en que se ve en la cárcel y que por su cabeza no pasa nada bueno. De hecho, tras años negándose a poner denuncias, ahora sí quiere luchar para que también le derriben la casa a su vecina y denunciante. Dice que «se a miña caeu, a dela tamén». Y espeta: «Que miren ben este tema. A casa xa vai alá, pero isto que teño agora enriba é unha acusación terrible. Que a investiguen».