La perfumera que se negó a aprender a tortazos

María Hermida
María Hermida PONTEVEDRA / LA VOZ

PONTEVEDRA CIUDAD

ADRIÁN BAÚLDE

Lucía Besada lleva medio siglo al frente de un negocio en Pontevedra donde solo se vende cosmética y productos que pasan su exigente filtro de calidad. Es una curranta con una vida digna de contarse

14 ene 2022 . Actualizado a las 11:33 h.

Lucía Besada (Meaño, 1954) vende cosmética de calidad, perfumes y monísimos pañuelos en un establecimiento de Pontevedra, la perfumería Besada, que suma ya cincuenta años de historia. Porta Lucía en sus dedos cuatro anillos, dos dorados y dos plateados. Son bonitos y están cuidados. Pero las manos que los sustentan reflejan que han servido para mucho más que para lucirlos. Son manos curtidas, que delatan la curranta que hay tras el mostrador antes de que ella misma lo advierta: «A mí nunca se me han caído los anillos por nada. He trabajado desde niña y lo mismo estoy aquí que voy a cortar unas silvas, a cocinar o a limpiar una casa. Siempre trabajé», dice a sus 67 años, a los que bien podría estar cobrando una pensión, pero, por ahora, sigue dando guerra en su pequeño negocio.

La historia de Lucía comienza en la parroquia de Simes, en tierras de Meaño. Y hay que viajar hasta su niñez para comprender su carácter. Cuenta ella con una narración meticulosa y llena de emoción que, de niña, vivió algo que le marcó y que le hace pensar que los traumas infantiles no son para tomárselos a la ligera. Tuvo una profesora que, a tortazos, la atemorizaba. Se quedaba paralizada ante las lecciones que en casa sí recitaba bien. Era incapaz de concentrarse en nada por miedo a la mano que solía golpearla o a los gritos. Así que un día, junto a una vecina, decidió rebelarse. Estuvieron meses escondiéndose en el monte para evitar, día tras día, ir a la escuela.

Lectora empedernida de novelas románticas como El halcón y la paloma, que le hacían soñar, se reencontró con la enseñanza cuando se jubiló la maestra. No fue tarde para ella, que superó el grado elemental y logró que la familia apostase por mandarla a Pontevedra a hacer el bachiller. Eso sí, estudiaba de noche y trabajaba en una fábrica de camisas de día, porque los tiempos no estaban para otras florituras. 

Del Pronto a los perfumes

Las casualidades de la vida hicieron que a su padre le ofreciesen hacerse cargo de una pequeña droguería ubicada en Gutiérrez Mellado, que se abrió en el año 1971. En teoría, iban a regentarla sus dos hermanas mayores. Pero, por esas sorpresas que siempre depara la vida, al final fue Lucía la que se quedó al frente del negocio, en el que empezó con 17 años. Al principio vendía productos de limpieza e higiene, principalmente. Y ya lo hacía con su espíritu rebelde e inconformista: «La gente venía a por el Pronto para limpiar los muebles, porque era el que se anunciaba en la tele. Y yo intentaba que se llevasen uno mucho más barato que tenía muchas más propiedades, más cera... pero que no apostaba por la publicidad. No eran muchas clientas las que me hacían caso, pero las que probaban mi producto todas repetían».

Conforme los supermercados le fueron suponiendo una competencia imposible de sostener, Lucía fue reinventando su negocio. Giró hacia la cosmética, los perfumes o los paraguas. Dice que siempre persiguió la misma idea: «La mejor calidad al mejor precio, aunque eso suponga no tener marcas que a veces son muy conocidas y que gastan mucho en promocionarse», enfatiza. Cada vez que no comulga con algunas de las imposiciones del mercado, no se rinde. Ni siquiera ahora. «Estoy ya pensando en jubilarme. Pero si siguiera adelante no continuaría vendiendo perfumes, por ejemplo. Ahora mismo creo que están prostituidos con tanta falsificación y tanta historia», espeta con mucha energía.

Efectivamente, está de vuelta en su negocio y piensa ya en la jubilación. Tiene buena parte de la mercancía al 50 % y, sea por eso o por su buena mano con la clientela, a lo largo de la mañana hay que parar la entrevista en múltiples ocasiones para que despache género. No se anda con rodeos ni lisonjas. Si una barra de labios no le sienta bien a una clienta, lo dice con franqueza y le ofrece otra que se ajuste más.

Lucía no dejó su negocio para criar a sus tres hijos. Tampoco se cogió nunca más de cuatro días consecutivos de vacaciones. No se arrepiente. Al contrario, está orgullosa de la familia que formó y de que sus hijos la vean como la mujer rebelde que es. Ella, que como la Lucía de la canción de Serrat tuvo «la más bella historia de amor», tiró hacia adelante cuando su marido, a una edad muy precoz, tuvo Alzheimer. Lo cuidó y lo despidió para siempre dándole las gracias por la herencia que le dejaba: tres hijos y dos nietas. Dice que si él siguiese vivo ella ya estaría jubilada y disfrutando. Le da pena. Pero no la hunde. Porque Lucía es fuerte como sus manos, esas a las que nunca se le cayeron los anillos.