Los gloriosos 103 años de Manolo, que va hecho un pincel y redacta atestados

María Hermida
María Hermida PONTEVEDRA / LA VOZ

PONTEVEDRA CIUDAD

RAMON LEIRO

Luchó en la Guerra, donde resistió comiendo mondas de naranja, y fue guardia civil. Pasea por Pontevedra, lleva sus cuentas y casi ni usa el bastón

02 dic 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

El tiempo, ese que no se para con nadie, ha decidido detenerse con Manuel Vázquez González (Ramirás, Ourense, 1918). En su carné de identidad dice que él, Manolo para los amigos y don Manuel para el resto, acaba de cumplir los 103 años. Pero ni su gran memoria ni sus piernas, que apenas necesitan la ayuda de un bastón, reflejan esa edad. Don Manuel —«llámeme Manolo, señorita, que yo se lo permito», propone—, vive a caballo entre Ourense y Pontevedra para pasar tiempo con sus tres hijas y, como la salud física y mental ha decidido acompañarle, él ha decidido devolverle ese buen gesto a la vida siendo la persona más agradecida del mundo. «Tengo una familia extraordinaria que me quiere, tengo amigos... ¿qué más puedo pedir?», se pregunta con sonrisa.

Manolo recibe en casa de una de sus hijas, en Pontevedra. Podría pensarse que viste traje y corbata para la entrevista. Pero no. Manolo va hecho un pincel siempre, así que por ahí empieza la conversación: «El desarreglo en el vestir, salvo que uno no pueda, no es buena cosa», señala. Luego, abre su caja de recuerdos y, siempre con un lenguaje correctísimo, con unas formas que suenan a viejo caballero, vuelve a su aldea natal, a O Rial de Paizás. Cuenta que sus padres eran agricultores y que su progenitor emigró, así que él no tuvo una mala niñez. «No pasábamos hambre, que era lo importante entonces», enfatiza. A los 18 años, le tocó irse al frente en la Guerra Civil. En su rostro aparece una señal de dolor al hablar de aquellos tres años: «¡Cuánta gente murió, qué barbaridad! Vi morir a compañeros, a un cuñado... aquello fue muy duro». Recuerda bien el día que cayó herido: «Aparecieron unos aviones y nos metimos entre los matorrales, pero explotaron como unas bombas y a mí la metralla me dejó todo el pecho quemado». De esa época sí recuerda el hambre, que mataba con mondas de naranja y brotes de los viñedos.

Terminada la contienda, Manolo entró como guardia civil en 1940. Y ahí empezó su periplo por España. Se acuerda perfectamente de sus destinos: «Estuve en Gerona y en Albacete y luego también en muchos pueblos de Galicia». Formó parte de una de las primeras promociones de guardias de tráfico y terminó su vida laboral con un destino civil. A Manolo le gusta recordar que finalizó su vida militar como teniente honorífico o que un general le escribió una carta agradeciéndole toda su dedicación.

 Sonríe cuando se le pregunta si no tuvo a su lado a alguna mujer. Mira al cielo y dice: «Tuve a la mejor, se llamaba Dolores y éramos casi vecinos. Empezamos de broma y acabamos casándonos, era maravillosa. Y tuvimos seis hijos». Su voz se torna más débil cuando cuenta lo que le dolió su muerte. Exhibiendo de nuevo su optimismo, señala que la vida nos pone a prueba a veces, pero siempre hay que remontar. Se acuerda entonces de que perdió a un hijo, y vuelve a señalar: «No queda otra que mirar hacia adelante, eso siempre».

Su día a día es entretenido. Redacta atestados ficticios en su ordenador, rememorando sus tiempos de guardia. Estudia el diccionario —que tiene totalmente subrayado—, lleva sus cuentas y come «poco, pero de calidad». No perdona la copita de vino. E, incluso, de cuando en vez, se toma una de coñac. No va con prisas. Y, aunque parece que el tiempo no pasa por él, al despedirse espeta: «Señorita, el tiempo pasa y la eternidad espera».