La resistencia comercial de Pontevedra; oficios vivos pese a todo

xiana r. olivares PONTEVEDRA / LA VOZ

PONTEVEDRA CIUDAD

CLAUDIA GÓMEZ

La tecnología y los nuevos hábitos de consumo les han puesto la zancadilla. También sufrieron la recesión. Pero no bajaron la persiana

14 jul 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Por amor al oficio, por herencia familiar o por casualidad. Los motivos que empujan a uno a abrir un negocio en un momento determinado pueden ser múltiples. Pero hay algo que une a todos esos pequeños comercios que ha visto crecer la ciudad de Pontevedra: el trabajo duro. Llevan por bandera la especialización, la calidad del producto y, sobre todo, la cercanía con el cliente. Videoclubes, tiendas de discos, cesterías, tapicerías, ultramarinos o quioscos eran numerosos hace décadas. Algunos han ido perdiendo competencia hasta ser los únicos que resisten -como pueden- en lo suyo. Para otros, la persiana se ha bajado irremediablemente.

De los estáticos vigilantes de las plazas, que estaban ahí sin hacer demasiado ruido -pero dispuestos a ofrecer todas las chucherías que se les antojaran a los niños-, apenas queda algún puesto cerrado, escondido bajo diarios amarillentos que rezan noticias caducadas, única prueba material de que en algún momento estuvieron allí. La situación de los quiosqueros es crítica, pero no es definitiva. Quedan dos, uno al lado de cada hospital, y es la Asociación Juan XXIII quien se encarga de su gestión. Miguel Chamosa mira la vida pasar mientras espera a que alguien se acerque, quizá por curiosidad, quizá a por alguna revista o a por prensa, «lo que más se vende», afirma. Abrió hace 16 años. «De aquella, había bastantes, no como ahora», dice. Antes de la crisis, recuerda, todo iba bien.

Otro de los establecimientos que ha sufrido los efectos de la recesión es la tienda de zapatillas Nu-Do, un negocio que frecuentan sobre todo las señoras. Su dueña, Mary González, vio una posibilidad en este tipo de calzado porque escaseaba en ese momento en la zona, de modo que decidió apostar por la especialización, abriendo sus puertas en septiembre del año 2000. «Es difícil mantenerlo, pero supongo que sigo resistiendo porque ofrezco un trato muy personal y la calidad del producto es muy buena», valora.

Además de la crisis -que sigue notando, insiste-, influye también el tiempo, que «no viene en el mes que corresponde, por lo que las temporadas no cuadran y tengo la mercancía ahí parada». Para ella, el secreto está en el trato con el cliente. «Un área comercial no te ofrece ese asesoramiento», añade. Sobre el futuro no tiene ni idea, pero se mantiene optimista. «Aunque no hay una sensación de haber ido a mejor, creo que lo peor ya ha pasado», piensa.

Reliquias del casco histórico

Conocedor de cerca de la expansión urbana y testigo de la versión más antigua de la ciudad, el comercio tradicional resiste en el casco viejo. Santiago Pérez está al mando del ultramarinos O Cisne desde 2003, y la suya es la tercera generación que toma el relevo. Los inicios del negocio se remontan a 1941, cuando había «montones de ellos, casi todos tienda y bar». Este conjunto, que acostumbraba a ser identificativo de un ultramarinos tradicional, perdió el segundo eslabón en septiembre del año pasado. Ahora, solo con la tienda, reconoce haber cedido a la diferenciación como único camino posible para sobrevivir. Un penetrante olor a almendra delata la identidad de su producto estrella. «Vendemos sobre todo frutos secos, también legumbres y especias», dice. Abandonaron otros productos que ya se podían ir encontrando, poco a poco, en los supermercados. «Nuestro producto es de mayor calidad, mientras que la diferencia de precio con las grandes superficies muchas veces no es significativa», declara el dueño. A diferencia de otros comercios, no le afectó tanto la crisis como la irrupción de eventos como el Black Friday en 2015, cuando la gente aprovecha para hacer compras «con el dinero que antes empleaba para productos de navidad», la que hoy considera su peor época. Ahora que ha empezado a notar un descenso en las ventas, reconoce que quizá llega el momento de replantearse si continuar aquí, ya que, además, el edificio necesita una reforma. Eso sí, de trasladarse, «no abriría otro negocio diferente», confiesa.

Un trabajo manual

El futuro tampoco alberga demasiadas esperanzas para la única cestería que queda en la calle Real, la de Josefina Matalobos. Ella recuerda cuando había cuatro negocios del mismo ramo. El secreto de su resistencia no es ninguna novedad: «Mucho esfuerzo y muchas horas», asegura la dueña. Cree que el porvenir de la tienda, al igual que el de muchas otros oficios, puntualiza, no es muy alentador. Mientras tanto, recibe visitas de todos, incluso niños, pues aunque la mayor parte del espacio lo ocupan cestas y enseres de mimbre, también disponen de canicas y trompos.

Otro de los comercios emblemáticos de la zona antigua es la tapicería Tranchero, que ahora regenta Ángeles Castro a medias con su marido. Se trata de un negocio familiar que inauguró su suegro hace mucho -le cuesta recordar la fecha exacta, pero por lo menos fue hace 50 años- y luego heredó su marido. «Trabajar, trabajar y trabajar» es lo que lo mantiene con vida décadas después. Siguen recibiendo clientes de todo tipo, todos en busca de algo práctico, duradero y hecho a medida, desde una alfombra hasta unas cortinas, exactamente lo que dicen ofrecer. Desde su posición, la encargada pide deshacerse de los complejos y apuesta por una revalorización de los oficios: «Todos somos necesarios», denuncia, «no todo el mundo va a ser médico o abogado». Y su frase tiñe de optimismo el entrañable local.