La bonita historia del yonki número dos

María Hermida
maría hermida PONTEVEDRA / LA VOZ

PONTEVEDRA CIUDAD

Ramón Leiro

¿Qué fue de los primeros adictos a los que se atendió en Pontevedra? El médico Martín Picola lo sabe

03 dic 2018 . Actualizado a las 10:04 h.

Hay quien dice que un día la mente humana será innecesaria, que las máquinas lo harán todo. Sin embargo, hay lugares donde uno siente que la memoria del hombre es imprescindible. Ocurre en la Unidad Asistencial de Drogodependencias (UAD) de Pontevedra. Es este un sitio inhóspito, en el que el doctor Martín Picola atiende en un despacho lleno de humedades que él calienta con un viejo radiador, de esos que ya solo se ven en las casas de las abuelas. No tiene mucho más que un par de sillas, una mesa y un armario de formica y un sinfín de desordenados papeles. Sin embargo, conforme Martín Picola habla, uno entiende que daría igual que no tuviese enfrente ese ordenador ya obsoleto en el que de cuando en vez teclea. No lo precisa. Todo está en su cabeza.

No necesita mover un papel para contar la historia de sus primeros pacientes, aquellos yonkis marginales de 1992. Tiene una memoria privilegiada y su memoria, encima, es la memoria del consumo de drogas en la ciudad en las últimas décadas. Les llama por los números del historial, aunque recuerda de sobra sus nombres, apellidos y apodos. El drogodependiente número uno ya falleció. Era conocido en la ciudad porque se había quemado la cara en la prisión de A Lama. Martín Picola respira profundo y dice «el Ganchos.... casi nada». Luego viaja con la mente al yonki número dos. Y hay un esbozo de sonrisa en su cara.

Era este uno de tantos adictos al caballo. Tenía veinte y pocos años y estaba enganchado él y dos hermanos, «algo normal entonces». Mientras en Barcelona se encendía la llama de las Olimpiadas, en Pontevedra este muchacho, el paciente número dos de la UAD, encendía la vela de su esperanza. Empezó con la metadona en 1992. Pasó el tiempo, siguió con el tratamiento... Martín Picola reconoce que pasó años sin saber mucho de él. «Pero eso no es malo. Aquí, la falta de noticias del paciente suelen ser buenas noticias», dice el médico acompañando sus palabras con una sonrisa irónica que le caracteriza sobremanera.

El caso es que hace solo siete años, es decir, casi veinte años después de haberle atendido por primera vez, Martín Picola se percató de que ese hombre, el número dos, seguía tomando metadona. «Le llamé, hablé con él y le pregunté que cuanto hacía que no consumía heroína. Y resulta que desde el principio ya la había dejado, había rehecho su vida, tenía un trabajo, tenía una hija universitaria... Le dije que tenía que dejar ya la metadona, que estaba rehabilitado. Le di el alta». ¿Cómo reaccionó él? «Con miedo, como todos, pero tenía que ser. Ya no tenía sentido esto». No volvió a saber de él. Así que el doctor Martín vuelve a aplicar su máxima: «Estará bien».

No le ocurrió lo mismo con el número siete, que sigue en la unidad. Y con tantos otros. Pero Martín Picola tiene clara una cosa: «He visto salvarse a bastante más gente que morir. En parte, les hemos salvado aquí. Pueden quedar hasta unos 200 de los de los primeros años».

Fracasos y éxitos

Entonces, deja la pregunta hecha. Se le dice si historias como la del adicto número dos hacen que uno se reconforte con su trabajo. El médico niega con la cabeza y cuenta el que, quizás, sea el secreto de su resistencia en ese despacho en el que tantas penas escucha: «No te alegras cuando alguien sale de la droga. Si vas a centrar tu satisfacción en que eso ocurra, si lo consideras una victoria, entones tienes que asumir también los fracasos... Tu satisfacción se centra en el proceso. Si lo hiciste bien, si tu atención fue buena te puedes ir a la cama tranquilo», sentencia el doctor.

Llegado a ese punto, Martín Picola ahonda también en su historia. Es hijo del baby boom y dice que eso le marcó. «Éramos tantos médicos recién titulados que la gente empezó a hacer especialidades. Un amigo me habló del tema de las drogas, de que estaba empezando a haber médicos que se dedicaban a ello... y me fascinó», explica mientras saca a pasear su ironía. «Vestía vaquero de arriba a abajo, tenía una coleta... daba el perfil», dice. Lleva desde 1992 en la UAD. Dice que ya nada le sorprende. No parece que cuente la verdad. Porque habla de los casos actuales con pasión, como si se licenciase ayer. Quizás sea el mismo que entonces; con el pelo en vez de con coleta. Solamente eso.