La tabernera que daba consejos feministas

María Hermida
maría hermida PONTEVEDRA / LA VOZ

PONTEVEDRA CIUDAD

RAMON LEIRO

Hace muchos años tuvo una tasca rural. Les decía a las mujeres «que gañasen para elas, que cotizasen»

11 may 2018 . Actualizado a las 08:05 h.

María Redondo Pintos, Maruja de Redondo para todos los que la tratan, es una atrevida. Lo dice ella. Y lo dice bien. Porque tiene 75 años y sigue conjugando el verbo atreverse todos los días de su vida. Ahora lo hace probando nuevas actividades, a las que suele arrastrar a su marido, Manuel. Pongamos un ejemplo: él no quería hacer yoga. Pero ella le insistió y ahí están los dos ahora, practicando el saludo al sol dos veces por semana. El 8 de marzo Maruja, que es de la parroquia de Perdecanai (Barro) se atrevió también a ponerse delante de un micrófono para abrir en canal su vida y obra de mujer trabajadora. Lo hizo porque se lo pidió el alcalde, reconoce ella. Pero lo hizo. En realidad, dan igual las razones. El caso es que Maruja lleva toda la vida atreviéndose. Primero, desde su taberna. Luego, como cartera. Ahora, como jubilada. Y siempre como la mujer brava que es.

A Maruja, única hija mujer de unos taberneros de Barro, la vida le cambió a los 18 años. Ella, que había obtenido sin problema el graduado escolar, tenía muchos anhelos. «Quería ser mestra ou aprender a coser, que miña nai sabía coser», cuenta. Pero la realidad, siempre caprichosa, se empeñó en ir por un camino distinto del de sus sueños. Su madre se murió cuando Maruja cumplió los 18 años y no hubo alternativa: «Tiven que facerme cargo da casa e da taberna. Papá era moi bo, pero era dos homes de antes, na casa non facía nada de nada. Agora tería que dicir que era un machista... non sei se o era ou non. Entón os homes non varrían, non fregaban... el o bo que tiña era que me deixaba decidir a min, e iso moitos outros pais non o facían, eu puiden facer e desfacer na taberna», explica. Reconoce que no fue fácil. Pero, sentada en el jardín de su casa, al lado de su marido, se ríe y dice: «Pero tamén foi bonito». A los 21 años se casó con Manuel, que era cuñado de un hermano suyo. «Mira ti como nos fomos coñecer», dicen a coro. Y tuvieron dos hijas. Manuel siempre tuvo claro que el alma de la taberna era ella, así que él siguió a lo suyo, primero como carpintero y luego como celador sanitario.

La lección de la vergüenza

El caso es que ahí seguía Maruja, con su tasca, que en realidad era un ultramarinos más que completo. Dice ella que le gustaba traer productos nuevos a ver si se vendían o no. Recuerda, por ejemplo, cuando empezó a vender plátanos. «

Viñan nunha piña e tiñámolos colgados, non se vendían moito ao primeiro

», dice. Reconoce que detrás del mostrador tenía que ser puro carácter. Y recuerda que nunca perdió de vista lo que un día le dijo su padre: «

Díxome que o que non tivera vergonza comigo, tampouco a tiña que ter eu con el. Así que se alguén non me pagaba e facía que non se decataba do que debía eu pedíalle os cartos. Cando pechei non tiña débedas

», dice. Cuenta que escuchó muchas historias, y se acuerda sobre todo de las mujeres a las que vio sufrir. Dice que su consejo siempre era el mismo: «

Eu animei a moitas a traballar fóra de casa, a que ganaran para elas e sobre todo que cotizaran, para ter despois unha pensión propia. Algunhas dicíanme que total xa ía cobrar o home, pero eu sempre lles dicía que mellor que non dependesen do marido

», explica.

Un día el cartero de Perdecanai se jubiló. Corría 1970. Y este empleado de Correos le dijo a Maruja si quería encargarse de la cartería, que total solo tendría que repartir por la parroquia. Ella ni se lo pensó. Se marchó a sacar el carné de conducir y se hizo cartera. Combinaba el trabajo con la taberna. Y disfrutaba también de la vida -«a vida hai que gozala día a día por se acaso», apostilla su marido en ese momento-. Cuenta que solo cerraba los domingos por la tarde. A veces iban a comer fuera, a la playa y a bailar y luego... «lavábame un pouco e a traballar sen durmir», dice Maruja.

El caso es que, cuando tenía 50 años, le dijeron que tenía la posibilidad, si estudiaba las oposiciones, de dejar de ser interina y pasar a funcionaria. Por una vez, creyó que no se atrevería. Pero al final ganó la batalla su vena luchadora. Estuvo un año yendo a una academia a Pontevedra, se presentó a los exámenes y, por supuesto, consiguió la plaza. Se hizo entonces cartera de varias parroquias y tuvo que tomar una decisión difícil: «En 1995 tiven que cerrar a taberna, e deume pena porque nesta zona era a única que había. Ademais era o negocio de meus pais... pero a todo non podía atender».

De repente, se vio con un trabajo de ocho a tres de la tarde y creyó abrazar un sueño. «O de traballar só polas mañás e ter as fins de semana libres para min foi algo impresionante», dice. Así que empezó a tomarse en serio lo de cumplir deseos. Ya que no había podido ser costurera, se fue a clases de calceta, de costura, de cocina... Y la cosa fue a más desde el momento en el que se jubiló. Reconoce que ahora mismo tiene la agenda a rebosar. Está aprendiendo a tocar la pandereta, hace yoga, canta en una coral, va a clases de gimnasia... y viaja. «As vacacións non as perdoo, iso de ir de hotel é marabilloso», dice. No entiende ella que la eligieran como ejemplo de mujer para hablar el 8 de marzo. Pero Manuel lo tiene más claro: «É de armas tomar», dice con sonrisa.