La herida que José Luis curó haciendo el bien

María Hermida
maría hermida PONTEVEDRA / LA VOZ

PONTEVEDRA CIUDAD

Ramón Leiro

Una depresión amenazó con amargarle la jubilación; le hizo frente enrolándose en un proyecto solidario

02 feb 2018 . Actualizado a las 08:37 h.

José Luis Doval lo tenía todo calculado al milímetro. Tras muchos años dando rueda por España e Italia adelante como trabajador de una compañía de venta de maquinaria agrícola, había elaborado un guion vital para aplicar a rajatabla a partir del día que tanto ansiaba: el de su jubilación. «Pensaba en coger la caña y ponerme a pescar», cuenta no sin emocionarse. Llegó ese día y, sorpresas de la vida, todos aquellos planes se cayeron como un castillo de naipes. José Luis no podía creérselo. Pero de repente no tenía ganas de pescar, ni de salir ni de nada. «Lo cierto es que me agarró una depresión. No pensaba yo que iba a pasarme eso, pero de repente me vi sin actividad y me deprimí», explica el hombre. Fue un amigo el que lo animó a tirar hacia adelante. ¿Cómo? Lo llevó hasta Cruz Roja. Y le dijo que ahí había campo para que él hiciese cosas. Tras un período de adaptación, dada su larga experiencia laboral, José Luis acabó dando clases a personas que buscaban empleo. Dice que su mejoría fue supina. «Volví a sentirme de utilidad, fue maravilloso», cuenta. Fue su primera acción solidaria. Pero no la única. De repente, y también gracias a un amigo, en su vida se cruzó un proyecto que le ha cambiado la vida: el banco de alimentos. Y ahí sigue.

José Luis, natural de Pontevedra, se pasó prácticamente toda su vida laboral en la misma empresa. Trabajaba para una firma italiana que vendía tractores. Él se pasaba los días visitando a distribuidores tanto en España como en Italia. Dice que nunca le dio igual el sufrimiento de los demás. «Yo iba por las ciudades y siempre me fijaba en lo mismo, en si había pobreza, si había gente pidiendo o no. En zonas como el País Vasco apenas había y en cambio conforme ibas hacia el sur te encontrabas mucha más. A mí eso siempre me mató, porque no entendía que no se hiciese algo para que no hubiese gente con tantas necesidades», cuenta. Pero su vida, lógicamente, seguía adelante. Cuenta que le fue bien laboralmente, aunque lo dice con una sensación agridulce, porque reconoce que, ahora que tiene nietos y disfruta de ellos, se percata de las cosas que se perdió con sus hijos por haber estado siempre de viaje. «Afortunadamente mi mujer siempre estuvo ahí, tirando de los chicos para que estudiasen. Y estoy muy orgulloso porque los tres son buenas personas, que es lo principal, y porque sí estudiaron. Pero me da pena no haber estado más con ellos», cuenta José Luis.

Poco a poco vuelve a acercarse con la memoria al momento de la jubilación, a esa sensación tan mala que tuvo al principio y cómo salió del pozo cuando se lio la manta a la cabeza y se puso a dirigir en Pontevedra el banco de alimentos. Dice que fue un amigo el que le habló de esta iniciativa. La idea le gustó desde el principio. Con ironía, cuenta: «Me dijeron que sería una hora o dos al día... en eso me engañaron, o bueno, también es verdad que me dejé engañar. Y menos mal que lo hice porque este trabajo es una maravilla. Aquí no tienes sueldo pero te pagan con sonrisas, te sientes mejor persona y mejor ciudadano del mundo».

Visitar a los empresarios

José Luis desembarcó en el 2014 en el Banco de Alimentos. Y, a partir de ahí, se puso manos a la obra. Se encarga de dirigir una iniciativa solidaria que en Pontevedra reparte unas 23 toneladas al mes de comida entre numerosas entidades benéficas. Ahí es nada. Dice José Luis que para que todo este engranaje solidario funcione él y los demás voluntarios tienen que echarle horas y más horas de trabajo. De hecho, bromea con que tiene una jornada laboral a tiempo completo. ¿De qué se encarga? Pues de muchas cosas. Por ejemplo, de visitar a empresarios del ramo alimenticio para intentar que donen alimentos. Habla de un trabajo gratificante, pero hay un momento en el que su rostro refleja seriedad, tristeza incluso y dice: «A veces te sientes muy mal, como cuando en noviembre nos quedamos a cero y no teníamos comida que dar. No le damos directamente a las personas necesitadas, repartimos a entidades, lo cual es todavía peor, porque son muchos ciudadanos los que están esperando estos alimentos».

José Luis se emociona hablando. Pide disculpas por ello, como si estuviese obligado a mantener la entereza. Y sigue contando. Insiste en que ellos no pueden darle comida directamente a personas necesitadas para no sentar precedentes, sino dirigir a estos ciudadanos a alguna oenegé. Pero reconoce que alguna vez es imposible cumplir al cien por cien el protocolo. Habla de una chica que apareció un mediodía con tres niños. Venía llorando y con un ojo morado. «El cabrón del padre de los niños le había pegado. Y encima ella no tenía comida para los pequeños, yo ahí no pude limitarme a decirle que fuese a tal o cual oenegé», explica. Para no saltar las normas, no le dio comida del almacén del banco de alimentos. Pero fue con ella a un supermercado y le pidió que hiciese una compra. Solo gastó veinte euros. «No quería más, solo lo básico», señala. A estas alturas de la conversación, José Luis llora. Pero ya no pide perdón. Porque la entrevistadora le acompaña en el llanto.