La memoria viva de la transición de la policía

Alfredo López Penide
López Penide PONTEVEDRA / LA VOZ

PONTEVEDRA CIUDAD

LÓPEZ PENIDE

Tras 41 años como policía nacional, este viernes entregará la placa por su jubilación

22 nov 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

José Freire es especial. Él no lo oculta. De hecho, lo afirma. A fin de cuentas, «según mi madre nací en Curtis el 11 de noviembre de 1952, pero por motivos que desconozco no me registraron hasta el 26 de noviembre. Soy paisano de Lucas Vázquez, el jugador del Madrid».

La suya es la memoria viva de la transición de una policía militar a una policía civil. De una policía de tonos grises a una policía de azules. Un transformación en la que el sindicato que ayudó a fundar, el Sindicato Unificado de Policía (SUP) tuvo mucho que decir.

Veinticuatro horas después de la Navidad de 1977, Freire causó baja en la Comisaría de Bilbao y días después se trasladó a Pontevedra. «Tenía ya dos hijas y estaba deseando dejar aquello. Para mí aquello era fastidiado, pero para la familia era más complicado», recuerda. Por aquel entonces se fijó en la ciudad del Lérez porque era la plantilla más cercana a Santiago. No se imaginaba entonces que toda su carrera la terminaría realizando en Pontevedra.

Por aquel entonces, el cuerpo se regía por un régimen militar. «Franco había muerto, pero nosotros seguíamos siendo grises y los mandos seguían manteniendo la mentalidad de aquella época», sostiene antes de apuntar algunos de los problemas con los que se encontraban, ya no solo los agentes de entonces, sino sus propias familias. «Nuestras mujeres cuando iban al Isfas - Instituto Social de las Fuerzas Armadas- para ser atendidas tenían que esperar a que pasaran primero las esposas de nuestros jefes... De los capitanes, de los tenientes... Nosotros, por supuesto. Era claro, pero en el caso de las mujeres entendía que debían ser todas iguales», señala.

De igual modo, asumió que «una policía que tenía que servir al pueblo tenía que ser una policía civil. De hecho, nuestro primer lema fue ‘‘Por una policía civil al servicio del pueblo’’ y llenamos toda Pontevedra de pintadas... Sí, la policía haciendo pintadas».

De este modo, comenzó una lucha clandestina en la que las pintadas, incluso, aparecieron en una de las fachadas de la basílica de Santa María, «cosa horrorosa», mientras se colgaban pancartas de puentes. «Creíamos que era la mejor forma de defender unos derechos que no teníamos. Hay que entender que si entonces metías la pata durante el servicio te privaban de libertad y no veías a tu familia en dos, tres o, incluso, quince días. No te podías dejar barba y el bigote, que se pareciera al del dictador, el pelo cortito y que no se vieran las orejas...».

Esta fue la realidad con la que se dieron de bruces los agentes procedentes del País Vasco, donde «esa disciplina por las condiciones que vivíamos era más laxa», que a finales de los setenta recalaron en plantillas como las de Pontevedra. El germen del sindicalismo había arraigado.

Se crearon unas pequeñas células y se comenzó a cobrar una cuota a los compañeros, al tiempo que comenzaban una guerra de panfletos con los superiores, una batalla en la que, incluso, llegaron a realizar pintadas en los aseos. «Esto que ahora puede sonar horrible que lo hayan hecho unos policías era la única manera que teníamos de luchar. La sociedad estaba viviendo una transformación, los sindicatos y los partidos políticos se estaban legalizando y considerábamos que a la policía le había llegado su momento».

Fue una guerra no exenta de riesgos. Un buen día, un comandante citó a José Freire en su despacho. «Usted forma parte de la célula esta», le soltó a bocajarro. Freire lo comenzó a negar, al tiempo que observó como su superior sacaba un papel con una relación de más de veintitantos policías, todos ellos simpatizantes del sindicato. «Tenía un oficio de un general diciéndole que, a la mayor brevedad posible, tramitara toda la documentación para ser trasladados a Mahón. Estábamos oficialmente trasladados a Mahón, pero el comandante se dio cuenta que la legalización era inevitable y durmió aquella orden una temporada en el cajón».

Lo suficiente para que el SUP fuese legalizado y el cuerpo adquiriese un cariz civil. Aquel comandante, por otro lado, terminaría abandonando el Ejército e ingresaría en la Policía Nacional.

Freire mantiene vívido aquel 21 de noviembre de 1984 cuando el SUP fue legalizado. Estaba destinado en la oficina de denuncias de la Comisaría de Joaquín Costa. Aquella noche él y un amigo que, por cierto, trabajaba en la Policía Local se desplazaron hasta la plaza de Barcelos para lanzar unos cuantos petardos y tomarse unas botellas de champán, «incluso, estando de servicio».

«Para nosotros fue culminar un trabajo. Por fin podíamos dar la cara y expresarnos ante la opinión pública», reflexiona quien este viernes tiene previsto entregar la placa. A punto de cumplir los 65 años, los últimos 41 como agente de la Policía Nacional.

Echando la vista atrás, espera que se le recuerde por tres cualidades: «Si me recuerdan porque me dediqué en cuerpo y alma a la policía, y al sindicato, que fui leal y que no me he llevado un duro me conformaría».