La cara gamberra de una fotógrafa y pichadiscos

carmen garcía de burgos PONTEVEDRA / LA VOZ

PONTEVEDRA CIUDAD

Emilio Moldes

Cristina Pontanilla alterna sus sesiones clásicas con otras más personales, y algunas musicales de vermú

31 oct 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

«Si viera alguna de mis cuentas de Instagram, mi madre no me llevaría más a comer con mi abuela». Cristina Pontanilla está casi siempre sonriendo. O ríe. O bromea. Eso no significa que no tenga sus momentos bajos, pero es fuerte y luchadora, y es difícil dejarse engañar por su aspecto. Su pelo anaranjado y sus ojos verde claro, su look de pin up y su energía desbordante no suelen despistar de lo que realmente importa. Para empezar, porque es complicado verla fuera del trabajo. Pueden pensar, si la ven paseando por Pontevedra o por A Coruña, que es porque disfruta de sus momentos libres. Pueden hacerlo, pero estarían equivocados. Si Cris tiene que ir a cubrir una boda un sábado por la noche a la ciudad herculina, se quedará a pasar la noche para poder despertarse por la mañana e ir a sacar unas fotografías. «Pero porque me apetecía, ¿eh?», matiza, como si hiciera falta.

La ourensana tiene tres cuentas diferentes de Instagram. La primera, Pontanilla Fotografía, es para sus fotografías oficiales más conservadoras: bodas, bebés e instantáneas familiares. Una segunda, Pontanilla Photo, más informal pero todavía de fotógrafa, es la que refleja esa otra faceta, en la que también sube las fotos promocionales que hace para grupos musicales. Porque no es capaz de vivir sin el sonido. Si tuviera que elegir entre la fotografía y la música.... «si se pueden complementar, mejor», ríe, a modo de respuesta.

La tercera es «más gamberra, más personal, no tiene intención de ser bonita», advierte. Decidió que quería enseñar al mundo que su vida no era solo el trabajo, y que está llena de muchas más cosas cuando no tiene una cámara en la mano. Así que cogió «el móvil más cutre que tenía» y empezó a sacarse fotos. Selfies. Las hace en el gimnasio, antes y después, de fiesta, o un domingo por la tarde tirada en el sofá de su casa. Es su vida. La de la Cris que no está siempre expuesta a sus alumnos. Y también la de esa mujer inquieta que siente la necesidad de crear, organizar y meterse en cuanto lío se le ponga por delante.

Rapariga, también

Cris también es pinchadiscos. Es su forma de sentir su otra gran pasión. Al principio, como casi todos los djs, pinchaba por la noche, pero pronto se cansó de ella. Eran muchas horas de pie, contando con su trabajo de día, y además había que rendirse demasiado a los hits.

Y entonces llegó la moda de la sesión vermú. Y con ella los programas de tres horas a plena luz del día en la que se le permite poner la música que más case con su humor de esa mañana. «Si me despierto cañera, puedo poner caña», reconoce. Por eso el nombre fue saliendo solo. «Como siempre decía que ponía lo que me salía de la cona y no se me ocurría otro nombre artístico, puse The Conas Dj». Es un nombre ecléctico y muy directo al mismo tiempo. Como ella. Tal vez incluso más que ella. El negocio empezó a ir cada vez mejor, y Cris se dio cuenta de que debía sustituir esa broma por otro nombre artístico más riquiño y gallego. «Riquiña Dj no me gustaba, así que elegí Rapariga Dj».

Para su estilo musical y para su tercera cuenta de Instagram. También es privada, como la personal y, aun así, ha tenido varios encontronazos con los guardianes de la moralidad de la red social de fotografía en forma de varias censuras y bloqueos. Ya no la tienta más, aunque a veces le queme por dentro por injusta hoy en día. «Intento no ser exhibicionista, pero las manos van al pan», suelta, natural y espontánea, entre risas.

Le cuesta entenderlo porque ella nunca fue así. Y ella nunca fue así porque en su casa nunca fueron así las cosas. «Desde parvulitos, cuando tenía 3 o 4 añitos, recuerdo que a mis amigos les gustaba pintar a su papá y a su mamá, una casita, un árbol y un perrito. Yo dibujaba culos. Puede que fuera porque me bañaba desnuda con mis padres, o por estar acostumbrada a estar en la finca de mi abuela duchándome con la manguera. Y dibujaba muchos culos, unos más anaranjados, con lunares, más blancos, más redondos...», recuerda, divertida. Y no pasa nada. Y también que intercambiaba los colores con sus compañeros de clase para pintar y, si no tenía el que buscaba, los mezclaba con tierra o con algún otro elemento para lograr la tonalidad exacta que quería. Arte puro.

Así que su matriculación en Bellas Artes fue «natural». La decisión más dura fue la de dejar su Celanova natal con 19 años para mudarse a una Pontevedra que por entonces no presentaba demasiadas alternativas culturales -para entonces ya llevaba dos años ejerciendo de profesora de fotografía analógica en el Concello-. Pero dice que hoy es diferente. El calendario y la oferta es tan variada como atractiva.

Y entre sus clases en su academia, las que da en Bonobo, las que imparte allá donde se lo pidan, los centenares de trabajos que le salen como fotógrafa profesional y sus sesiones como pinchadiscos, Cris apenas tiene tiempo de dejar de sonreír. Básicamente, porque mientras siga dando clase -su mayor pasión- y pueda sostener en la otra mano su propia cámara y un vinilo, va a ser difícil borrarle esa sonrisa. Esa que dibuja sin querer.