Carmen y sus 89 años de bicicleta y libertad

María Hermida
maría hermida PONTEVEDRA / LA VOZ

PONTEVEDRA CIUDAD

Ramón Leiro

Pedalea desde joven. En teoría, para desplazarse. En verdad, también para sentirse la mujer libre que es

03 jun 2017 . Actualizado a las 20:00 h.

Es una pena que Shakira y Carlos Vives no conozcan a Carmen Espiño Maceira, una vecina natural de Xeve y residente en el barrio pontevedrés de O Burgo. Porque, de conocerla, se darían cuenta de que a esta mujer, realmente, le pasa lo que ellos cantan en su archiconocida canción La bicicleta. Carmen, como Shakira, tiene una bicicleta que la lleva a todos lados. La llevaba de joven a recoger harina de estraperlo; la transportaba cuando tenía que bajar desde Xeve a Pontevedra cargada con los cántaros de leche para venderla; pedaleaba con su bici, a la que ponía encima una enorme cesta de mandiles, cuando cosía para una fábrica y tenía que entregar el género y hoy en día, con sus 89 años recién cumplidos, la sigue llevando a diario a su huerta a hacer las compras o a donde se le antoje. Pero que nadie se engañe. La bicicleta, en el caso de esta octogenaria, no es solo un medio de transporte. Fue y es también un pasaporte para ser libre. Y es que Carmen, como casi todas las mujeres de su tiempo, lo tuvo difícil para ser independiente. Algunas lucharon y otras se resignaron. Ella fue de las que luchó.

Carmen trabajó desde niña. Sus padres, naturales de Silleda, compraron una propiedad en Xeve. Tenían animales y a ella, con cuatro años, le tocaba «llamar a las vacas para que viniesen para casa». Criada en una familia numerosa, era todavía una adolescente cuando le mandaron ir hasta Cotobade a buscar unos sacos de harina. «Me dijeron que cogiese la bicicleta, que creo que era de un hermano mío. Yo no me había montado nunca y tampoco nadie tuvo que enseñarme. Me arrimé a algo, empecé a pedalear, vi que andaba y tiré hacia adelante», cuenta. Ahí empezó a bregarse en un trabajo que llegó a hacer a la perfección: «Traía hasta cien kilos de harina en varios sacos en un mismo viaje. Y jamás caí de la bicicleta», señala.

El día que se la robaron

Ir a buscar harina no era su único cometido. Prácticamente a diario pedaleaba hasta Pontevedra para vender leche. Lo hacía cargada con unos grandes cántaros. Una vez, le robaron la bici. Recuerda el disgusto como si fuese ayer. Pasaron unos días, volvió a la ciudad y, casualidades de la vida, vio a un hombre que llevaba su bicicleta -cuenta la anécdota y recita de memoria el santo y seña del individuo en cuestión-. Primero gritó que aquella era su bici. Pero el hombre replicó que no. Entonces, no se lo pensó: «No me tembló la mano. Lo agarré por la solapa y le largué unos bofetones. Lo dejé planchado, yo creo que no le quedaron ganas de robar más». Sobra decir que recuperó la bicicleta.

Los caminos eran sus grandes compañeros. En ellos andaba día tras día. Y fue en uno donde un joven que más tarde se haría guardia civil y ella cruzaron sus miradas. «Fíjate tú, ahí conocí al que luego sería mi marido», dice Carmen, que mientras recuerda la anécdota tira de coquetería inconsciente, se atusa el pelo y comprueba si aún tiene pintura en los labios. Fueron novios siete años. Y aclara bien cómo fue aquello: «Que quede muy clarito que no me tocó ni un pelo. Eso no lo permití jamás». En ese punto, cambia de idioma y asevera: «A min sempre me dixeron que os bicos non fan meniños pero son as vésperas, así que de tocar nada de nada», indica mientras esboza una gran sonrisa. Se casaron en 1952. Para entonces, con sus idas y venidas en bicicleta, ella tenía ahorradas 1.600 pesetas.

A él, al que Carmen define como «un buen hombre pero muy chapado a la antigua», no le hacía gracia que ella trabajase. «Pero el sueldo de un guardia civil tampoco te creas que daba para tanto... así que yo me las apañé para trabajar siempre». Sin decirle nada en la mayoría de las ocasiones, en cuanto le veía salir para el cuartel cogía la bicicleta y se iba al jornal. Limpiaba fincas, sacaba estiércol y hacía lo que fuese. Como con la bici, que nadie le enseño a montar, tampoco nadie le enseñó a coser. Dio igual. Se ganó bien los cuartos cosiendo para una fábrica, haciendo mandiles o lo que le pidiesen.

Sin hipoteca alguna

Carmen, su marido, del que enviudó hace trece meses, y los hijos que fueron naciendo tuvieron varias residencias hasta que pudieron comprar una finca y hacer una casa en O Burgo. Está especialmente orgullosa de ello: «Nunca me vi hipotecada», dice con satisfacción. Luego, cuenta que tuvo seis hijos. Hubo uno que murió al nacer y otro que lo hizo con ocho años, después de una dolencia para la que no se encontró remedio. Es recordarlo y que Carmen llore, que llore sin consuelo. Uno la agarra de una mano donde se mezclan las arrugas y las marcas del trabajo diario en la huerta y ella se va recomponiendo. Pero quiere acabar de contar que ya solo tiene a tres de sus seis hijos. Entre sollozos, explica entonces que hace tres años murió otro, este de mediana edad, también por una enfermedad. Se nota que es una luchadora nata. Porque está contando lo duro que es sobreponerse a la muerte de los hijos, hablando de que la pérdida de este último la dejó muy triste, y es capaz de dejar las lágrimas y sonreír. Ríe porque recuerda que ese hijo tan querido que ya no está le regaló una semana de vacaciones. «Era muy bueno, quería que su padre y yo disfrutásemos», remacha Carmen, consolándose en el bonito recuerdo.