El estercolero invisible

Manuel Blanco EL CONTRAPUNTO

PONTEVEDRA CIUDAD

12 mar 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Einstein fue, además de un genio en lo suyo, un tipo ciertamente cabal. Su legado filosófico es un tratado magistral de sentido común que, como tal, ha trascendido el tiempo. Sostenía el físico alemán que para entender a las personas, no había que detenerse en sus palabras, sino en sus actos. A la vista de este aforismo, habría que concluir de nuestra sociedad que no tiene remedio, que llevamos décadas perdidos en un mar de vaguedades que ha alterado el orden de prioridades hasta extremos casi impúdicos.

La sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea es una nueva muestra de ello. Desde que España ingresó en la UE, Galicia ha recibido cantidades obscenas de euros. Miles de millones que, en muchos casos, han ido a parar a auténticos despropósitos más propios de un sultanato que de un país occidental. Las tierras de Breogán han visto proliferar en cada esquina a lo largo de las últimas décadas cientos de piscinas, casas de cultura, paseos marítimos, facultades, autovías y aeropuertos, amén del Gaiás y sus múltiples derivadas locales. Mientras, supurábamos mierda al mar con la arrogancia de ese nuevo rico que desprecia todo aquello que no habita en la epidermis de su existencia.

Galicia ha convertido rías como la de Pontevedra en un estercolero invisible que es, en realidad, un repositorio de nuestras miserias. Un espejo de nuestra incapacidad para avanzar como país y establecer un orden de prioridades acorde con lo que somos.

¿En serio que Galicia es mar? ¿De verdad forma parte de nuestra identidad un medio al que cada día facturamos sin pudor toneladas de residuos? A la hora de la verdad, los recurrentes problemas de saneamiento no son más que la expresión de un fracaso colectivo. Nos hemos creído ese mantra de que invertir en depuradoras, colectores y redes de pluviales no es rentable. Que lo que no se ve no existe y el ciudadano, por tanto, no lo premia.

Puede que sea verdad, pero la obligación de quien manda es hacer aquello que procede, no lo que resulta más conveniente para sus intereses. Lamentablemente, llevamos décadas fumándonos a conciencia esta máxima. Y así nos luce el pelo.