Las mil pesetas que pusieron a andar a Esther

María Hermida
maría hermida PONTEVEDRA / LA VOZ

PONTEVEDRA

maria hermida

Animada por tener un sueldo propio, se hizo cartera y todos los días recorría a pie 31 kilómetros

23 nov 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

A Esther Guiadanes uno la encuentra fácil en un lugar que a ella no le gustaría visitar. Pero que visita con frecuencia. Es el cementerio de su parroquia, de Cerponzóns, donde hace muchos años enterró a su marido y hace no tanto a uno de sus dos hijos. Mientras arregla unas flores con un mimo exquisito, con esa dulzura tan propia de madre, cuenta lo duro que fue ver enfermo a su hijo y lo cuesta arriba que se le hizo aprender a vivir sin él. Sus ojos se emocionan, se agarra a un palo que le hace de bastón y que a sus 86 años apenas necesita, y dice: «Mellor non falar máis». Cambia de tema enseguida. Y se encamina hacia el atrio de la iglesia, donde se para a conversar. Cuenta distintas cosas, recorre gran parte de su vida y uno va comprobando que Esther, en realidad, siempre prefiere hablar de menos que de más. Dice que durante años esa fue su norma. ¿Por qué? Porque Esther heredó de su padre el oficio de cartera. Lo hizo en tiempos pretéritos, en los que muchas personas a las que llevaba las cartas ni siquiera sabían leer, y le pedían a ella que lo hiciese. «Sabías a vida de todo o mundo, pero eu sempre seguín o consello que me dera meu pai, que tamén fora carteiro. Díxome que sempre había que oír, ver e calar. E así foi, nunca contei nada de ninguén», afirma ella.

Esther ya estaba casada y con hijos cuando su padre se jubiló como cartero. A él le daba pena que nadie de su familia siguiese sus pasos, recuerda Esther. Ella pensó primero en su hija. Pero luego le pareció demasiado joven. Así que se le ocurrió que quizás ella pudiese hacer ese trabajo: «Eu empecei a ver que podía ganar mil pesetiñas. Daquela tiña unha becerra que coidaba e non gañaba case nada con ela. Fixen contas e falei co meu home, que era canteiro. E decidín coller eu a carteiría... eran mil pesetiñas e viñan moi ben», dice. Su padre hacía el recorrido, por toda la parroquia de Cerponzóns, en bicicleta. Pero Esther en su vida se había montado en una. Y tampoco quiso hacerlo entonces. Así que empezó a hacer el reparto a pie: «Convertín os pés nas miñas rodas, facía 31 quilómetros todos os días, sen parar nada. Podo dicir que soamente me levaron en coche cando rompín un pé e non daba andado, polo demais sempre fun eu tirando».

Cuenta Esther que eran tiempos en los que el cartero tenía trabajo a rabiar, que lo mismo cobraba seguros que le llevaba cartas llenas de alegría a muchos padres, dado que les escribían sus hijos desde la emigración contando buenas nuevas. «Acórdome unha vez que unha mulleriña que xa morreu, que tiña un fillo fora e andaba moi preocupada por el, me pediu que lle lera unha carta que el lle mandaba. E ao abrila había cartos dentro. Aquela muller levou unha alegría enorme, porque ao ver os cartiños pensou que seu fillo debía estar ben e por iso llos mandaba. Nunca me esquecerei diso», dice ella. Recuerda que tuvo que pasar un examen para quedarse con la plaza. Lo cuenta con sonrisa, casi carcajada: «Eu puxen o que sabía, pero como mamara dende pequeniña todas aquelas cousas dos certificados, dos paquetes, das cartas urxentes... mira ti, funo aprobar e todo».

El caso es que se convirtió en cartera en toda regla en un tiempo en el que no demasiadas mujeres eran carteras y asalariadas. «A maioría da xente non me dixo nada de nada, a min tratábame todo o mundo con respecto. Pero acórdome unha vez que ía nun trole co meu uniforme, que ao primeiro non mo deron pero despois xa si, e un home se me puxo ao lado e dixo ‘¿e logo non haberá homes para facer ese traballo?’ Eu non lle contestei nada porque nunca fun de andar contestando, pero mireino de tal maneira que penso que non lle quedaron ganas de falar máis. Estiven para dicirlle, ‘¿e logo non sabe que non todos os homes valen nin todas as mulleres valen?’ Pero bastoulle coa mirada», dijo.

Una visionaria con su carrito

Esther cuenta que cuando le llegó la hora de jubilarse lo hizo con gusto porque

«as miñas rodiñas xa ían cansas»

. De hecho, del único achaque del que se queja es del dolor de piernas y de espalda. Dice que le pasa factura tanto traqueteo y que menos mal que fue una visionaria en cuanto al transporte de la correspondencia: «

Agora ves moitos carteiros cun carriño como de ir a compra. Dígoche eu a ti que iso inventeino eu. Eu penso que debín ser das primeiras. O meu non era nin de Correos nin nada, merqueino eu porque estaba farta de ir co saco das cartas ao lombo. E dixéronme que me ían doer as cervicais de tanto tirar por el, durante tantos quilómetros cada día, e agora dóenme. Pero había que traballar, non quedaba outra»

, dice.

A Esther le quedó pena de no haber compartido más tiempo con su marido. Dice que se murió muy joven. Y vuelve a recordar también lo pronto que se fue su hijo. Luego señala hacia la iglesia, y dice con media sonrisa: «Agora non sei o que tardará este en chamarme a min. Cando me chame alá vou, e mentres tanto aquí sigo», remacha con total lógica.

Heredó el oficio de su padre, pero pasó también un examen para poder contar con su plaza

Iba con el uniforme y un hombre dijo en voz alta si no había varones para cubrir su puesto