Manel Loureiro, diez años conviviendo con los zombis

Alfredo López Penide
López Penide PONTEVEDRA / LA VOZ

PONTEVEDRA

CAPOTILLO

El 30 de diciembre del 2005 escribió las primeras líneas de un blog que se convertiría en un fenómeno mundial

23 jul 2020 . Actualizado a las 19:45 h.

No hay que ser un friki, ni muy aficionado al terror para saber que si a uno le muerde un zombi ya puede hacer testamento. Pero, ¿qué ocurre cuando es el perro el que muerde al hombre? ¿Qué pasa cuando es la persona, y más concretamente un abogado, la que le hinca el diente a un muerto viviente? Pues que su vida da un giro de 180 grados.

Eso es lo que le ocurrió a Manel Loureiro, posiblemente el escritor pontevedrés vivo más internacional. Hace exactamente una década, empezó a teclear las primeras líneas de un blog que, en cuestión de muy poco tiempo, se convertiría en todo un fenómeno mundial. «Aquello fue una situación absolutamente extraña. Yo era abogado y la literatura jurídica es, como decirlo, densa. Un par de semanas antes de que empezara a escribir, que lo hice el día de mi cumpleaños del 2005, fui al juzgado y tuve que decir: 'Señoría, me veo en la obligación de excitar el celo del miembro del ministerio fiscal'. Es la manera ritual correcta de decirle al fiscal que se ponga las pilas. Al decir aquello me di cuenta de que estaba hablando con el lenguaje de otro y que mi vida consistía en expresarme de una manera encorsetada, por lo que, por higiene mental, quise escribir de algo lo más alejado de aquel mundo».

Ya por entonces pensó en ambientar su incursión literaria en una distopía, un escenario que todo buen aficionado a la ficción conoce y que la Real Academia de la Lengua define como la «representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana». Solo faltaba el ingrediente que diera consistencia y sobre el que girase la trama. Y este surgió visionando un clásico, la primera película que mostraba en pantalla a los zombis tal y como el imaginario colectivo los representa: La noche de los muertos vivientes, de George A. Romero.

Pesadillas infantiles

El primer contacto de Loureiro con esta obra se produjo cuando apenas tenía unos 8 años. Era una época en la que en los televisores aún se superponían rombos para indicar que un determinado contenido era para públicos adultos. «Me quedé pegado a la pantalla. Fue como un puñetero incendio forestal en mi cabeza».

Aquella noche sus padres, «con muy buen criterio», lo mandaron a dormir. «Como cualquier niño obediente me fui a la cama y, en cuanto ellos se acostaron, hice lo que evidentemente haría cualquier niño: me levanté, encendí la tele con el volumen al mínimo y me comí la película. Saqué dos lecciones. La primera, que se pueden tener pesadillas durante semanas y, la segunda, que debes hacerle caso a tus padres cuando tienes 8 años».

En cualquier caso, la poderosa fotografía en blanco y negro de esta joya de cine de serie B se ocultó en su inconsciente hasta que, ya entrando en la treintena, explotó con toda su intensidad. Aquel 30 de diciembre del 2005, Manuel Loureiro no solo cumplió los 30, sino que presentó al mundo a su antihéroe, un abogado pontevedrés que, acompañado de su gato Lúculo -hay quien lo considera como el primer felino documentado que ha sobrevivido a un apocalipsis zombi-, no solo sobrevive a hordas de muertos vivientes sino que es capaz de encontrar el amor en una sociedad devastada.

«Es un poco como mi vida, pero sin zombis», bromea Manel Loureiro. Si los zombis trastocaron la vida rutinaria de su alter ego, del que nunca llegamos a conocer su nombre, otro tanto hicieron con la vida del que hasta ese momento era un prometedor letrado de la ciudad del Lérez.

Él mismo lo reconoce al señalar que «si el yo del presente pudiera viajar diez años atrás, entrase por la puerta del despacho en el que trabajaba, se sentase delante de mí y me explicase todo lo que me iba a pasar y donde iba a estar diez años después, no le hubiera creído. Pensaría que era un delirio».

Poco a poco, aquel incipiente blog que seguía los avatares de un letrado por distintos puntos de la geografía de las Rías Baixas fue ganando adeptos con el boca a boca. No pasó mucho tiempo hasta que una editorial se fijó y decidió agruparlo en un libro. El principio del fin fue el comienzo de una trilogía que se completaría con Los días oscuros y La ira de los justos, que situaron a Loureiro entre los más vendidos de Amazon y le ganaron el apelativo del Stephen King español.

Manías de escritor

Y como el maestro del suspense estadounidense, el pontevedrés tiene sus propias manías a la hora de escribir. Así, confiesa que «siempre tengo que escribir un número par de palabras al día», así como tiene que trabajar con dos pantallas -en una escribe y en la otra tiene la documentación- o tomar las notas en libretas de folios lisos. «Tengo una toneladas de manías... Todas las mañanas, antes de empezar a escribir caliento dedos escribiendo cosas aleatorias, normalmente las melodías de las series infantiles: 'En un país multicolor nació una abeja bajo el sol...'».

No son las únicas, también, en ocasiones, necesita rodearse de ruido blanco de fondo. De este modo, escoge una pieza musical, habitualmente un tema de piano, y la pone en modo bucle hasta que llega un momento que ya no es consciente de que esta sonando. «Genera una sensación de aislamiento acústico», explica.

Luego vendrían El último pasajero y, hace escasos meses, Fulgor, libro del que, en breve, comenzará la promoción internacional en el mercado sudamericano. Simultáneamente, escribe lo que será su sexta obra y que previsiblemente saldrá al mercado a finales de este año, posiblemente en Navidad -«es la primera vez que pego tanto dos novelas»-, al tiempo que ultima un par de proyectos audiovisuales para televisión.

Mientras tanto no descarta volver en el futuro a adentrarse en una sociedad de zombis. «Ahora mismo no entra en mis planes, pero no significa que no lo pueda o no lo quiera hacer. Si me encuentro con las ganas o surge el momento, posiblemente», precisa Loureiro, a quien no le duelen prendas reconocer que «les tengo que estar eternamente agradecido».