
Reportaje | La historia de los turistas precursores Un puñado de familias eligieron la villa para pasar sus vacaciones allá por los años 30. Toñico, entonces cartero, cuenta la historia de la época en el libro de las fiestas del 2006
02 sep 2006 . Actualizado a las 07:00 h.Hace más de 70 años, cuando Sanxenxo era un precioso y pequeño pueblo de pescadores, un pequeño número de familias eligieron la villa que hoy visitan miles de personas para pasar sus vacaciones. Veraneantes precursores, «bañistas», como se les conocía entonces, que disfrutaban de un Sanxenxo muy distinto del que conocemos ahora. Antonio Bermúdez Villalustre, Toñico, cartero de aquellos años y después marino, recoge en el libro que el Concello ha editado con motivo de las fiestas patronales, sus recuerdos de aquella bella y dulce, pero atroz época. Toñico contaba por entonces con 14 años. Sanxenxo empezaba en el camino de Fontoira, llegaba hasta la Florida y la Panadeira, y se prolongaba hasta el Bicaño. La mayoría de las casas se agrupaban en torno a la playa Dos Barcos, la calle Sol y San Isidro. En 1908 comenzó la construcción de la carretera a Portonovo y a su derecha, más tarde, frente a Silgar, empezaron a construirse los chalés de los selectos bañistas. El viejo puerto A principios de los 30 la villa se sustentaba tan sólo de dos fábricas de gaseosa, dos molineras, un almacén de salazón y el puerto pesquero, en el que la sardina, la faneca, buraces y calamares eran las capturas más frecuentes. La playa Dos Barcos, donde hoy se asientan restaurantes y bares, era el varadero del muelle, donde se carenaban y calafateaban las embarcaciones. Al muelle llegaban cargueros para recoger madera de pino y piedra de la cantera donde ahora está el cuartel de la Guardia Civil, y traían desde el mar aceite, vino, sal o cemento. El transporte de mercancías y viajeros se reducía a dos veces al mes con destino a Pontevedra y cada jueves hacia Bueu. Los vecinos de Sanxenxo cruzaban la ría cargados con hortalizas y animales para venderlos en O Morrazo. Trasiego que rinde homenaje ahora la popular Festa da Cebola. Los comercios en la villa se contaban con los dedos: la tienda de telas de la plaza de Pascual Veiga, ultramarinos y panaderías. Había tres médicos, tres maestros, y dos policías locales. Y ninguna biblioteca hasta el año 1980. La vida entonces no era sencilla, especialmente para las familias marineras. Acudían a los comercios sin dinero, quedando apuntados los pedidos en una hoja, que el tendero cobraba cuando llegaban los barcos, de faenar, cada ocho o quince semanas. Las casas no poseían, como hoy, traída ni alcantarillado. Pocas tenían pozo y la mayoría cargaba con el agua desde la fuentes. El baño era un cajón cubierto por una tabla con un agujero. Cuando estaba lleno, un carretillero se llevaba los desechos para usar como abono en las fincas. Las cocinas económicas, de hierro en lugar de piedra, llegaron después. La leña se recogía del monte o se iba a buscar a los aserraderos de Areas y A Vichona. Los caminos del rural se encontraban enfangados en invierno, y apenas un carro podía transitar por algunos de ellos. Las lecheras bajaban cada día de Nantes con los pesados cubos para vender el producto en la plaza. El mercado entonces se encontraba en la actual plaza de Pascual Veiga; espacio que servía también para la verbena, el cine mudo o los títeres. Pese a la dificultad de aquellos años, Toñico recuerda la época con alegría. Eran días de juegos, de cornetas, tambores de hojalata y cochecitos hechos con cajas de madera y carretes de hilo. Y sobre todo, de fútbol. En Sanxenxo había tres equipos; el Dorita, que jugaba en Baltar, el Libertad que lo hacía en Fontoira, donde está ahora la panadería Paco, y el Juventud en Padriñán, en el campo que ocupa ahora el Hotel Augusta II. Por entonces, y a pesar de toda esa austeridad, Sanxenxo ya contaba con un casino, con biblioteca, piano, radio, mesa de billar, veladores para jugar al dominó y un salón de bailes donde se celebraba un concurso de misses. La villa tenía también un buen número de tabernas, refugio de marineros en días de temporal y un buen número de tertulias. Llegan los bañistas El encanto del pueblo y la playa de Silgar comenzó en los años 30 a atraer a los primeros bañistas. «Eran pocos y asiduos -cuenta Toñico-, todos ellos muy conocidos, y aumentaban cada año. Los sabíamos porque aumentaba el número de toldos que el señor Albino Couto colocaba todas las mañanas». «Silgar, por entonces, estaba dividida en tres zonas. El extremo más próximo a la iglesia era la utilizada por el pueblo, el centro era el lugar de los bañistas y la zona del Bicaño la reservada a los visitantes de la Galicia interior». Uno de los pasatiempos preferidos de los bañistas era pasear en barca por Silgar, en las gamelas de Gerardo y Pepe. Y por la tarde, al hotel Terraza, donde en 1937 instaló el primer cine sonoro y el primer local público con radio. Uno de los primeros cafés se ubicó en el Marycielo. Toñico recuerda entre esos primeros veraneantes las familias Sobrino, Núñez, Varela Gil, Maceda, Chinchilla, Rodríguez de Viguri, de las Cuevas, Don Melquíades (los toledanos), Montegui, Armengol y Ferreiro, pero guarda un especial recuerdo de aquellos que fueron sorprendidos por la guerra en el verano de 1936, y tuvieron que permanecer en Sanxenxo durante toda la contienda. «Los que más recuerdo de aquella época fueron los Huelin, Quintero, Güez, Becerra, Cort y Gascón. «El señor Gascón fue nuestro maestro durante la guerra. Todos ellos se han hecho merecedores de nuestro aprecio y admiración al haber convivido entre nosotros». Araceli Güez, que se alojaba en casa de Estrella, madre de Teluca, era conocida como La Carioca, y junto a Isabel Quintero fueron las primeras en introducir el traje de baño en Sanxenxo. Muchos de sus hijos y nietos continúan veraneando en la villa, desdibujados entre los turistas que hoy visitan esta atractiva localidad. Aquellos bañistas que la pisaron por primera vez quizá casi no la reconozcan, pero algo habrá en ella que siempre la identifique. El sol se pone tras la isla Ons, cuando sopla norte el agua se enfría y en las tardes de marea baja la brisa trae el olor de la misma ría de hace hace setenta años.