«En Vilamartín pierdo el estrés»

Fina Ulloa
Fina Ulloa OURENSE / LA VOZ

VILAMARTÍN DE VALDEORRAS

Xoan A. soler

El oncólogo será hoy el pregonero de la Festa das Covas en su localidad natal

05 ago 2016 . Actualizado a las 11:42 h.

Hay personas a las que por muy lejos que les lleve la vida, y por muy alto que les coloquen sus logros profesionales, gozan de esa rara habilidad de mantener siempre bien ancladas sus raíces a la localidad que les vio nacer. Rafael López López, jefe del servicio de Oncología del Complexo Hospitalario Universitario de Santiago, ferviente y tenaz defensor de la investigación contra el cáncer y uno de los nombres de referencia en la oncología española, es una de ellas. «Vilamartín es el lugar donde desconecto de verdad y pierdo todo el estrés; mi mujer siempre me dice que es el lugar donde me ingreso a mi mismo», apunta. La casa familiar de ese pequeño municipio de la comarca valdeorresa en el que vio la luz en 1959 es un refugio que le ayuda a recargar pilas. «Vengo un fin de semana o dos cada mes, en Navidad y en verano reservo al menos quince días de vacaciones», relata. Lo cierto es que en Vilamartín Rafael Lopez es prácticamente un vecino más, y se lo hicieron notar hace cuatro años cuando le entregaron el título de Hijo Predilecto. No es raro verlo caminando por sus calles tranquilas, charlando con los vecinos de siempre y con sus amigos de la infancia, como el arqueólogo Santiago Ferrer. «Sigue viviendo también en la misma casa, enfrente a la mía», cuenta el oncólogo con una nota de admiración en su voz que quizá esconda también algo de envidia sana hacia el compañero de juegos.

Porque Rafael López dejó por primera vez Vilamartín cuando tenía diez años. Le hicieron las maletas para enviarlo a estudiar al internado de un seminario en La Bañeza. «No creo tener traumas de infancia, pero aquello me impresionó» señala al rememorar su llegada a esas tierras de la maragatería leonesa tan distintas a las que dejaba atrás en la comarca ourensana. «Lo que más me llamó la atención fue llegar a un lugar con tantos niños, porque debíamos de ser doscientos o trescientos; pero la verdad es que lo pasábamos bien», apunta. De allí marchó a Santiago para hacer el bachiller superior, luego a Madrid -donde cambió sus planes iniciales de convertirse en ingeniero por la medicina-, más tarde a Oviedo, en donde además de especializarse en oncología encontró a su media naranja, y después a Ámsterdam, antes de regresar para afincarse definitivamente en la capital compostelana.

Pero estuviera donde estuviese, Vilamartín siempre ha tenido un tiempo y un espacio en la vida de Rafael López. Regresaba primero con el afán de seguir con las típicas correrías infantiles de cualquier niño de pueblo -«nos subíamos a los árboles para recoger nidos, nos bañábamos en el arroyo de la Rodeleira o en el Sil, frente a la pasarela de Penouta y, por qué no reconocerlo, también robamos algunas cerezas», relata-; y más tarde, según fue madurando, por el simple placer de volver al hogar y al seno de la familia.

Este fin de semana, sin embargo, el jefe del servicio de Oncología del Complejo Hospitalario Universitario de Santiago (CHUS) volverá con un encargo que, confiesa, se le hace un poco complicado. Hoy a las 20.00 horas en la plaza José Luis Núñez ejercerá de pregonero de la vigésima edición de la Festa das Covas. «Es todo un honor y acepté a la primera, como acepto cualquier cosa que venga de Vilamartín, pero tengo que reconocer que no soy especialmente ducho en palabras y estoy más habituado al ámbito científico que al festivo, así que lo que me impone más es que en los pregones siempre se espera que hagas alguna gracia y yo no me considero nada gracioso», lamenta.

No ha querido desvelar si hablará de su propia experiencia con el mundo de la viticultura. Para él, como para cualquier niño de su época, hijo y nieto de agricultores y vinateros, las vacaciones eran sinónimo de echar una mano en las tareas del campo. «Más de una mojadura en la vendimia pillé», reconoce. Por cierto que entre vides salvó por primera vez una vida. Aunque no fue vida humana, sino vegetal. «Recuerdo un verano en el que acarreé muchos cántaros de agua para que mi abuelo le diera sulfato a una viña que había cogido una enfermedad y necesitaba más tratamientos de lo normal; y recuerdo que mi abuelo presumía después orgulloso de que la había salvado solo con la ayuda de su nieto menor, que era yo».