Nunca he entendido las comidas de trabajo. Se come. O se trabaja. Pero en la sociedad en la que vivimos a veces es imposible escapar de esos compromisos, sobre todo cuando no lo son tanto y se convierten en una oportunidad para charlar con calma y compartir más allá de las rigideces de una oficina.
En los últimos tiempos, cuando tengo que organizar alguna, elijo siempre el mismo sitio: un restaurante del centro, moderno, agradable, con una cocina de diez y un servicio excepcional. El menú diario cuesta 15 euros (aperitivo, primero, segundo, postre y agua) y les aseguro que es delicioso. Allí me gustan hasta las comidas que no me gustan. No incluye vino, pero es que yo el vino me lo tomo en mi casa o cuando salgo a cenar con mi marido o con mis amigas. Que conste que esas comidas de trabajo no las pago de mi bolsillo, pero nunca se me ha ocurrido usarlas como excusa para meterme una mariscada y pasar la dieta a la empresa.
Mientras tanto, tenemos a Jácome y a su precario gobierno en Ourense (menos mal que son pocos, si llegan a ser más no habría pan para tanto bocadillo) pagando con el dinero de todos comidas de hasta 100 euros por cabeza, que no se desembolsan ni en los estrellas Michelin de Ourense. Sin rubor. Es lo que tiene gastarse el dinero de todos. El hombre que censuraba el establishment, que prometía abrir ventanas y levantar las alfombras, en realidad lo que abre es la puerta de restaurantes a los que no iba cuando no era alcalde y lo que levanta es la tarjeta del Concello de Ourense para pagar la cuenta.
El protocolo no es una excusa. Algunas de las facturas —que se han hecho públicas con un año de retraso— se justifican como encuentros de trabajo que bien se podían haber celebrado en su despacho. Sin digestión.